ntre las innumerables decisiones que el gobierno municipal de cambio tomó durante la pasada legislatura hubo algunas encaminadas a limitar la presencia de símbolos monárquicos en la Casa Consistorial. La idea era sustituirlos por símbolos cívicos propios de Pamplona, con los que la ciudadanía en su conjunto pudiera sentirse identificada, pero la realidad fue que todas y cada una de aquellas decisiones fueron contestadas con furibundas campañas de la derecha.

Singularmente virulenta fue la desatada con motivo de la redecoración de las escaleras y el zaguán municipal, y que afectaba a la paupérrima galería de retratos de reyes (ninguno de ellos navarro) que decoraba la escalera, al descomunal escudo de la familia Borbón del zaguán, y a un retrato del rey emérito situado en la planta noble. En su lugar se colocó un cuadro de dantzaris municipales de los años 50, una vista de la ciudad del siglo XVIII, una serie de carteles antiguos de San Fermín, ejecutados por pintores de la talla de Basiano, Zubiri o Ciga, las mazas municipales y las llaves de la ciudad, hasta ese momento confinadas en el despacho del alcalde, una reproducción del Privilegio de la Unión de 1423 y unas serigrafías representando la historia de la ciudad. Entre ellas figuraba la primera reproducción conservada del escudo de la ciudad (1598) y la cita más antigua de Pamplona, del geógrafo griego Estrabón.

El ahora alcalde Maya, entre cuyas numerosas virtudes no se cuenta al parecer la del buen gusto artístico, abrió la ofensiva mediática declarando que era una decoración "de merendero". Y siguiendo su estela se desató toda una tormenta monárquica que, con medias verdades, cuando no con abiertas falsedades, descalificaba tanto la propia decoración como la legitimidad que para cambiarla (y mejorarla) nos asistía. Al motín borbónico encabezado por Maya se alistó inmediatamente toda una legión de columnistas y opinadores, agrupados en torno al diario que desde 1903 lleva dictando lo que está bien y lo que está mal en esta tierra. Recuerdo muy especialmente un artículo a doble página, cuyo autor no merece la pena recordar, que pretendidamente deslegitimaba nuestra decisión de retirar el escudo borbónico, aunque en realidad no conseguía desmentir lo esencial: que se trataba del escudo de una dinastía, de una familia concreta, la familia Borbón.

En el momento de mayor exasperación mediática Enrique Maya, cabeza visible del motín borbónico, llegó a acusarme de retirar los retratos de reyes españoles porque "hubiese preferido colocar fotografías de presos". Y en la campaña electoral de mayo de 2019, preguntado por sus prioridades caso de ser elegido alcalde, dijo que recuperar el nombre de avenida del Ejército, reponer el escudo borbónico del zaguán y volver a colocar el retrato del rey emérito en el Ayuntamiento. Dicho de otra manera, sus prioridades pasaban por retirar la avenida a la reina Catalina I de Navarra, eliminar el escudo de la ciudad y la cita histórica más antigua de Pompaelo del zaguán, y colocar de nuevo el retrato del emérito en el Ayuntamiento. No figuraba entre sus prioridades, al parecer, ni un solo objetivo social ni encaminado a mejorar las condiciones de vida de la ciudadanía de Pamplona.

No soplan hoy en día vientos favorables para la dinastía Borbón. Una vez más, la historia se repite, un rey Borbón tiene que salir del país para tapar sus vergüenzas. Juan Carlos se va, como antes se fueron sus antepasados María Cristina de Borbón-Dos Sicilias (expulsada en 1854), su hija Isabel II (expulsada en 1868) y Alfonso XIII (en 1931). En siglo y medio los borbones se han marchado o han sido expulsados cuatro veces, y siempre han encontrado la manera de volver, de perpetuar a su familia en el trono español. No pudo equivocarse más el malogrado general Prim cuando, en 1870, en el famoso Discurso de los jamases, aseguró que la dinastía borbónica no regresaría "jamás, jamás, jamás".

Estas últimas semanas no pocos periodistas, políticos veteranos y hasta exgobernantes del más alto rango han asegurado que las andanzas del Borbón se sabían, que eran conocidas. Que se sabía, por supuesto, lo del tiro al blanco con elefantes indefensos y las cacerías de osos tambaleantes y entre vahos alcohólicos. Y que se sabía también lo de las amigas entrañables, lo de las escapadas golfas, lo de las cuentas corrientes en el extranjero y hasta lo de las maletas con dinero saudí. Lo conocían todo pero no decían nada, callaban cómplices mientras le construían un aura de salvador de la patria.

Ahora, por fin, y a falta de que se destapen nuevas escandaleras, podemos decir que lo sabemos casi todo. Es posible que parte de las revelaciones sobre el emérito hayan cogido al señor Enrique Maya con el paso cambiado. Que él, que venía de encabezar un motín borbónico envuelto en vapores de dignidad e investido como restaurador del orden dinástico, se haya dado de bruces con la cruda realidad. Que le haya pillado por sorpresa, aunque lo cierto es que buena parte de las andanzas del emérito eran de dominio público hace ya meses. Da igual. Ahora lo realmente relevante es que, a día de hoy, el escudo de esta familia de prófugos preside lo que debería de ser un lugar de orgullo cívico para la ciudad y sus habitantes. Que la entrada a la Casa de Pamplona, la que nos representa a todas y todos, seamos de izquierda, de derecha, monárquicos o republicanos, está a día de hoy todavía presidida por el escudo de una familia que nunca hizo absolutamente nada por esta ciudad ni por sus habitantes. Una familia que nunca hizo otra cosa que velar por sus propios intereses.

El alcalde Maya tiene la obligación moral de retirar ese armatoste vergonzoso y enviarlo a un almacén municipal. Y en su lugar nada habría más apropiado que colocar el escudo que representa a la ciudad desde 1423, el escudo de Pamplona, Iruñeko Armarria.

Ya vamos tarde.

El autor es concejal de EH Bildu en el Ayuntamiento de Pamplona-Iruñea