unca hubiera pensado que las reflexiones del día a día me llevarían a escribir sobre la propagación mundial de una enfermedad, a la que la Organización Mundial de la Salud ha declarado como pandemia. Una pandemia que, aunque no lo queramos aceptar, nos afecta a todos y a todas. Aquí, hago mías las palabras de José Saramago cuando, en su novela Ensayo sobre la ceguera, utiliza esa metáfora que casi es visionaria y me sirve para describir la actualidad que siento: "calma€ en una pandemia no hay culpables. Todos somos víctimas". Y aquí estoy, un 24 de octubre de 2020, con la camiseta de Osasuna enfundada para celebrar un centenario que también se me antoja inimaginable, delante de un papel en blanco, sin saber muy bien lo que voy a escribir, pero con ganas de reflejar reflexiones y cuestiones generadas por las vivencias de estos últimos meses alrededor de la covid-19.

La realidad de esta irrealidad comenzó un 14 de marzo. Una fecha que ya no olvidaremos. Los medios de comunicación repetían machaconamente que el Gobierno había decretado el estado de alarma. Incrédulamente, a pesar que las noticias de China e Italia nos indicaban que esto podía suceder, casi nos dolía asumir la situación y repetir el concepto. Pocas personas, entre las que me incluyo, sabíamos lo que nos esperaba. En cuestión de horas tuvimos que organizar nuestra vida familiar y, las y los que podíamos, amoldar los trabajos para confinarnos cada cual en su refugio. Nos enfrentábamos a una nueva realidad: teletrabajo, ordenador, móvil, compromisos compartidos o individualizados, niñas y niños sin guarderías, colegios o escuelas, sin paseos, y los mayores algunos atrapados en las residencias, otros aislados en sus domicilios, tremendo.

Todo listo. La carrera de fondo por la supervivencia había comenzado para algunos, doy fe de ello. Infectados, virus, covid, ingresos, saturación, muertos, contagios fueron conceptos que penetraron en nuestros hogares atemorizándonos. ¿Quién había traído esto? ¿Cómo nos contagiamos? ¿Por qué? Como respuesta a todo ello: las sirenas de las ambulancias que recorrían los barrios de Pamplona, los coches fúnebres en las puertas de los portales. En mi casa todas las mañanas eran parecidas: compaginar el cuidado y la crianza de mi hijo de dos años con el teletrabajo en casa, esperando a que llegase mi marido a casa. Cuando llegaba se rompía la rutina mañanera. Era entonces cuando ponía rumbo a mi puesto de trabajo. Montarme en el coche, desconectar de las noticias, poner música durante ese trayecto de 15 minutos de duración que me separaban de todas aquellas personas que estaban sufriendo, de primera mano, con este maldito bicho: mis pacientes. Era como una liberación momentánea. Una relajación antes de enfrentarte a la realidad. Llegar, ponerte el pijama del curro acompañada, por supuesto, de la milagrosa mascarilla, era el mecanismo que me hacía cambiar el chip en un segundo. Durante esas horas los sentimientos de tristeza, agobio y esperanza, junto con la satisfacción de creer que estaba haciendo bien mi trabajo, se entremezclaban con la frustración propia de lo vivido, angustiada porque el sistema estaba agotando sus recursos y a sus trabajadores. Las cosas día a día se complicaban. Las muertes y los contagios aumentaban de tal forma que, esa persona sosegada y fuerte que me creía, necesitaba vestir el disfraz porque la obra de teatro se había transformado en real. Mi papel en esta nueva realidad cada día se complicaba más y más. Las lágrimas de la impotencia por lo vivido comenzaban a recorrer el rostro.

Dijimos adiós a muchas personas que ya no volveremos a ver y que además no pudimos despedir como estamos acostumbrados a hacerlo. Tan solo sabíamos de su fallecimiento y con eso nos íbamos a nuestras casas, sin su cuerpo y sin la satisfacción de por lo menos haberles despedido en compañía. Creo que a muchas familias les costará pasar este trago, si es que lo consiguen. La rueda no paraba de funcionar y cada vez eran más los infectados. Empezamos a mirarnos con la vigilancia que exige el recelo. El miedo, la incertidumbre y el desasosiego nos corrían por el cuerpo. Así fuimos pasando el mes de marzo, abril, incluso mayo que, creo recordar, fue el mes en que ya podíamos salir a la calle, aunque tampoco todos. Los positivos tenían que seguir confinados y aislados, esperando amargamente unas secuelas desconocidas, en bastantes casos graves, disnea, fatiga, trombos, caída de pelo€

Llegó el verano y nos creímos que esto ya había pasado. Las no fiestas y los periplos vacacionales se incluyeron en las agendas. Sin embargo, aún algunas restricciones nos recordaban que seguíamos dentro de una pandemia. A pesar de todo, algunas y algunos logramos pasar un verano más o menos aceptable, trabajando pero compatibilizando ciertas aficiones. Yo sí pude disfrutar y desconectar, a pesar de que el móvil del curro sonaba los sábados, los domingos o en horas fuera de lo común. Llegó septiembre y nos pidieron respeto, responsabilidad, racionalidad, sentido común, empatía y millones de conceptos de este tipo. Desde mi humilde punto de vista, creo que algunos lo hemos cumplido de alguna manera; bien o regular. La entrada al colegio era un desafío y nuestro comportamiento tenía que servir de ejemplo a nuestros hijos e hijas. Se han adaptado al uso de la mascarilla y al lavado de manos de inmediato. De nuestro miedo hemos sabido enseñar. O por lo menos intentarlo. La vida nos ha puesto este virus delante. Una pandemia que está sacando lo mejor y lo peor de cada uno de nosotros y nosotras. A nuestro alrededor estamos comprobando la empatía y el respeto que damos y tenemos. Nuestra sabiduría y/o ignorancia sale a la luz. Nuestras ganas de protección a los nuestros o nuestro desapego. Ya sabemos aquello de que cuando el viento nos es favorable somos complacientes y comprensivos, pero cuando los dictados de la naturaleza nos resultan difíciles de asimilar, la incertidumbre, en el mejor de los casos, y la iracundia recorre nuestras intenciones.

No sé cómo acabará esto, ni cuándo. No lo sé yo, y creo que otros tantos tampoco. Mi marido, mi hijo y yo formamos una familia espléndida; alegría, entereza y saber estar es lo que nos ha arrastrado hasta hoy 24 de octubre de 2020, y con ellos volvería a vivir todo lo que me venga. ¿Otro estado de alarma? ¿Otro confinamiento? Traerme lo que queráis, que intentaré salir airosa de ella con aciertos y desaciertos. Pero, sobre todo, con la conciencia tranquila por haber intentado pelear por los demás, protegiendo y protegiéndome.

La autora es trabajadora social