uando acudo a encuentros y convivencias, observo cómo tiesos y augustos meditadores se sitúan bien a la vista, en los lugares concurridos y cruces de caminos. Quieren mostrar clara y fotográfica evidencia de sus conquistas interiores. Inevitablemente me sonrío por dentro y viene a mi memoria la fe de mi padre, de su práctica silente, discreta, anónima. La mejor y superior enseñanza que podemos recibir de nuestros mayores es el ejemplo. Éste queda grabado siempre de forma indeleble en lo profundo del corazón.

Era el arte de evangelizar sin sermón. Su fe no metía el más mínimo ruido, de alguna manera persuadido de que solo los hechos podrían susurrar por ella. Hubo una ocasión en la que sí me compartió en su despacho ese interno y firme compromiso. Fue cuando tecleó con su tan pequeña como poderosa Olivetti portátil expresamente para servidor la oración de San Francisco de Asís: "Señor hazme instrumento de tu paz... Que allí donde haya tristeza, yo ponga tu alegría...". Yo ya alardeaba de avezarme por nuevos y heterodoxos caminos. Mi padre se interesó con franqueza por las reuniones que frecuentaba y se limitó a entregarme esa oración inmortal. "Nosotros con esto nos hemos guiado...", se ciñó a decirme al entregarme el folio de la "salvación", cuyo contenido bastaría para guiar hasta su omega una vida entera.

A nuestros mayores les habían impuesto todo, por eso a nosotros nunca nos impusieron nada. Fueron muy celosos de regalarnos, entera y sin cortapisas, una libertad de la que ellos y ellas fueron privados. Nos dieron también lo mejor que tenían, seguramente pensando que podríamos hacer con todo ello un manejo más logrado. Nos compartieron con afecto una religión repetitiva, tediosa, insufrible, por más que bajo la roca imponente del tedio y del dogma, corría el agua viva del amor y la entrega suprema. Estoy convencido de que sólo les interesaba que abreváramos en esa corriente pura. La ignominia de llamada Cruzada, con la que tantos acólitos sacaron pecho, obligó a otros muchos a callar, si querían mantener intacta la dignidad de su credo. Solo el silencio y la discreción podían renovar esa fe mancillada sin escrúpulos.

De la religión que heredamos de nuestros mayores quedarán sobre todo los silencios y sus anónimas obras encarnadas. El silencio construye siempre cúpula ancha y acogedora. Hay mucho que invita en el presente a refugiarnos en ella. Mayormente tienta la posibilidad de sentirnos acogidos, por qué no abrazados ahora que pasó la pandemia, bajo su mismo techo junto a quienes vienen de otros orígenes, de otras colinas y desiertos.

Ahora somos nosotros los hijos de esos silencios y los habremos de manejar con parejo cuidado. Discreción por lo tanto también obliga si anhelamos que una espiritualidad más universal, más desiquetada vaya ganando corazones, tome poco a poco el relevo a una religión limitada y limitante con la que de cualquier forma manifestaremos siempre agradecimiento. Buscaremos el rincón retirado, no se nos ocurrirá clavarnos en loto en los cruces de los caminos. Deseamos heredar, no necesariamente los altares, los catecismos, ni la adhesión a su jerarquía, sino ese sentir personal, ese latido secreto, ese aliento casi camuflado; esa misma convicción íntima sin alardes, pero ahora más inclusiva, más abarcante, más inspirada en el signo de nuestros tiempos que representa la unidad en la esencia y la diversidad en la forma.

A veces acompaño a mi madre ya mayor a misa. Llega el momento culminante de la comunión y los fieles se quitan la mascarilla y toman la Sagrada Forma. Son momentos de entrega absoluta, capaces de nublar una historia de imposición, de borrar de la memoria colectiva un pasado equivocado de altar único. Ya no hay nadie que saque pecho.

Quien se aproxima al altar solo busca nutrir esa presencia sagrada que alberga dentro. No es mansedumbre, es una suerte de rendición a lo Inabarcable que cobra especial relieve en nuestros días excesivamente ceñidos a lo tangible y material. En todas esas almas orantes, cantantes veo a mi padre y su fe que sólo anhelaba sobrevivir en un mundo con seria ausencia de valores superiores. Veo la misma fe reservada, mesurada que solo quiere regalar a una humanidad urgida un A4 tecleado con ternura. Sin asomo de engreimiento o superioridad, solo desea musitar casi en silencio aquello de "... yo no busqué tanto ser consolado, sino consolar; yo no busqué tanto ser amado, sino amar; yo no busqué tanto ser comprendido, sino comprender..., porque que es dando como recibimos, perdonando como somos perdonados y muriendo como renacemos a la vida eterna...".