i madre y mi padre formaron parte de aquella infancia derrotada tras la guerra civil del 36. Fueron, siempre serán, hijo e hija de rojos asesinados por los reaccionarios contrarios al progreso que traía la modernidad. Esa fue su condena durante la dictadura: descendientes de rojos y rojas. Ese fue el veredicto, porque sí. A día de hoy, los revisionistas ponen constantemente en duda las responsabilidades de los instigadores de aquel alzamiento contra la legitimidad republicana, invitando a la ciudadanía al olvido de aquella realidad. Propuesta de olvido, proyectada no solamente por nostálgicos o ignorantes enciclopédicos, sino también por partidos políticos que se autodenominan asimismo como democráticos. Aunque es cierto, como decía A. Machado, que todo necio confunde valor y precio.

En otro incompleto amago de reparación histórica, el gobierno actual, en la exposición de los motivos de su Proyecto de Ley de Memoria Democrática, agosto de 2021, recuerda que el olvido no es opción para una democracia. En ese mismo Proyecto, podemos leer: que el régimen franquista impuso desde sus inicios una poderosa política de memoria que excluía, criminalizaba, estigmatizaba e invisibilizaba radicalmente a las víctimas vencidas tras el triunfo del golpe militar contra la república legalmente constituida..., estableciéndose importantes medidas de reconocimiento y reparación moral y económica a las víctimas que habían combatido o se habían posicionado a favor del golpe de Estado. Como vemos, la parte colaboracionista obtuvo los beneficios de la victoria. La otra, el silencio y olvido en vida.

Este año se cumplen 85 desde que asesinaron a mis abuelos, y las reparaciones morales y económicas, todavía están en el tintero. En mi opinión, la archiconocida ilegalidad del régimen dictatorial debería conllevar el reconocimiento absoluto de que los tribunales de carácter político franquista fueron ilegales y, por supuesto, las sentencias, si las hubiere. Sin olvidarnos que las sacas y paseos, los juicios sumarísimos, la Ley de Fugas, las torturas y encarcelamientos y los robos también tienen que obtener ese reconocimiento. Esto equivaldría a la afirmación jurídica de las víctimas como víctimas de esa ilegalidad. Desde luego, parece que por ahí no van los tiros. Como hemos visto, el revisionismo promovido por diferentes facciones intenta colárnosla de nuevo, equiparando a las víctimas de la contienda, olvidándose, además, de lo acaecido por los que sufrieron el exilio interior tras la guerra. Sí, ahora me refiero solamente a los hijos e hijas de los rojos y rojas que se quedaron en esa nueva España nacional-católica. Su derrota fue doble: perdieron, asesinados, a sus progenitores, y, además, perdieron su sitio natural en la vida.

Padre y madre, como tantos otros y otras, sufrieron una especie de vacío social, a consecuencia de su infancia derrotada. A ese exilio interior se refirió hace muchos años el periodista Miguel Salabert. Acuñó ese concepto a finales de los años cincuenta del siglo anterior en París, escribiendo una novela bajo ese título que no fue publicada aquí hasta el año 1988. Su relato es desgarrador.

Al leerla, miro con la nostalgia ofrecida por la reciente desaparición de Antonio y Anamari, mis padres, e intento recordar lo que muchos y muchas vivieron, como ellos.

Mi padre, niño entonces, al igual que algún hermano y hermana, alejado de Arguedas por no poder mantener a la familia, la viuda de mi abuelo Julián. La vida, desde el principio, les puso delante un biombo que les aisló del mucho conocido hasta entonces. Podemos decir que su carácter sufrió una fuga hacia adentro, que sin llegar al desarraigo deambuló por esa frontera. Los vencedores consideraron a los derrotados, tal y como dijo Gonzalo de Aguilera Munro -oficial de prensa de Mola y Franco- como animales que había que exterminar. Con eso se limpiaría el país y nos desharíamos del proletariado, decía el oficial. La dictadura franquista les robó la juventud, no toda, pero sí la proximidad del cariño paterno y materno. En sus recuerdos de vejez, Antonio, mi padre, hablaba de unos pajaricos que trajo su padre a casa un día o cuando la sabiduría paterna apagó su sed con el odre de su boina en la Bardena. Poco más. Mi abuela y mi madre no tuvieron que exiliarse geográficamente, pero en la misma ciudad, Burgos, en la que depositaron al que luego fue su acompañante de por vida, mi padre, sufrieron el exilio interior, también, como una apresurada fuga hacia adentro, si cabe más dañina. Cartillas de racionamiento, colas del hambre, salvoconductos, certificados de pobreza, de bautismo y de buenas costumbres... la pertinaz sequía, aquel ¡que Dios le guarde a usted muchos años!, el bicarbonato, el frío, rijosos enchufados y abatidos desenchufados que callaban por miedo y con miedo. Contaba Anamari que su madre, cuando fueron los colaboracionistas a rapiñar a su casa, se encaró con ellos, y con Bruco -el perro- les espetó, no os llevaréis nada más, bastante nos habéis quitado. Todo ello bajo el paraguas de una democracia orgánica en la que todo lo que no era obligatorio estaba prohibido. Lecciones que nos transmitieron a nosotros mismos los nietos y nietas de los asesinados, que apestan a sotana, uniformidad y disciplina -por eso quieren olvidar, también, entre otras cosas-.

Ya juntos, y aunque tuvieron la facultad de mantener la atención necesaria que siempre otorgan los exilios para no perder la memoria de los suyos, ejercieron la técnica del compromiso con un conformismo indiferente. ¿Para qué rebelarse?, lo único que se consigue es envenenarse la sangre. Cuando se vive en una charca inmóvil, no se puede nadar contra corriente. Aunque de alguna manera, aquellos hijos e hijas crearon la corriente. Tras la muerte natural del dictador, fueron los primeros y primeras que buscaron a los suyos. Una viña en Azagra cobijó hasta 1979 a mi abuelo, jornalero del campo que demandó la cuestión de los comunales en Arguedas, junto a otros compañeros; el monte de Estepar en Burgos, donde se supone que están los restos de mi abuelo Julio, maestro de la que sin duda fue una de las mejores generaciones de docentes públicos que han existido en este Estado, junto con su hermano el compositor burgalés Antonio José, premio nacional de música, miembro de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, musicólogo del folklore popular burgalés y de las vanguardias musicales, autor de más de 100 composiciones musicales, entre ellas dos óperas, es lugar de recuerdo compartido por muchas familias burgalesas, hace décadas. Sus viudas y viudos, hijos e hijas, sobrinos y sobrinas y amistades les han rendido homenaje desde entonces, transmitiéndonos a los nietos y nietas un mensaje esperanzador abrigado por ese comportamiento: que la libertad de ser diferente o igual tan solo arraiga mediante la justicia social.

El discurso del atado y bien atado es real, pero no han podido con la fortaleza que la memoria de la realidad se ha ido transmitiendo entre generaciones, y que espero, no acabe. Su infancia fue derrotada, pero su vida adquirió, como digo, el compromiso de la justicia social, revirtiendo aquella fuga hacia adentro provocada por el exilio, por el reconocimiento y visualización de los hechos ocurridos y sufridos.

A la memoria de todos y todas. Salud.