s el título de una película de ficción que glosa la figura de Jack, protagonizado por Dustin Hoffman, un pequeño hombre que en su niñez es secuestrado por los cheyennes en las llanuras del viejo Oeste, cuando viajaba con su familia en una caravana camino hacia Montana, siendo adoptado por su tribu. La vida le arrastrará por trances inverosímiles de los que saldrá indemne, a pesar de su corta estatura, hasta que termina de guía del 7º de Caballería con el general Custer a la cabeza, al que conducirá involuntariamente a una emboscada, y a una muerte anunciada, después de ser testigo de la masacre del pueblo cheyen, al que tanto llegó a adorar.

La cruda realidad me ha llevado a recordar esta ficción, cuando no daba crédito a la imagen en televisión de un pequeño gran hombre de carne y hueso, llamado Zelenski, que marchaba impertérrito, con su camiseta caqui, por una céntrica avenida de Kiev, convertida en un lugar desierto, en medio de un silencio atronador, alterado por la proclama de una jefe de Gobierno de un país soberano, que un 9 de mayo celebra, sólo ante el peligro, las dos victorias frente al nazismo, la ya consumada de 1945 contra Hitler, y la que está por venir frente al imperialismo ruso de Putin.

Se necesita mucha entereza para hacer lo que está haciendo este pequeño gran hombre, lo mismo que la inmensa mayoría del pueblo ucraniano. Nadie dábamos un duro por este país, por este pueblo, ni siquiera los servicios secretos de medio mundo, que apostaban por un desenlace inmediato con Zelenski tomando las de Villadiego, y el paseo triunfal del ejército más grande del planeta, justo desfilando por esta misma avenida donde el hombre de caqui se planta hoy ante el mundo para proclamar que están dispuestos a derramar la última gota de su sangre por defender la soberanía y la integridad territorial de su país, al que curiosamente Putin considera parte de Rusia.

Hace falta tener mucho rostro para mantener tal aseveración, cuando la mayor parte del país se está oponiendo a la invasión, incluyendo los de habla rusa, arriesgando sus vidas, cuando lo ha dejado hecho trizas con sus bombardeos masivos, incluidos hospitales y escuelas, ni la OTAN en sus peores tiempos se atrevió a tanto, Hitler ha sido el único antecedente histórico que le ha mostrado el camino, empezando por Guernica, y siguiendo con las miles de deportaciones de ucranianos hacia tierras rusas, como ya lo hizo Hitler en la II Guerra Mundial, utilizándolos como exclavos para construir sus infraestructuras, incluso los que colaboraron huyendo de Stalin que dejó millones de muertos con la hambruna, como relata Natascha Wodin en su escalofriante novela Mi madre era de Mariúpol.

Putin por fin se ha quitado la careta. Miente más que habla el muy cabrón, igual que su séquito, cuando tienen el descaro de calificar a Europa como agresiva y militarista por aceptar la presunta entrada de Suecia y Finlandia a la OTAN, cuando resulta que Europa entera ha estado mirando a Disneylandia todos estos años, mientras Rusia se armaba hasta los dientes desde que Putin accedió al poder, con la vista puesta en el imperio soviético. Su verdadero temor no está en la OTAN, sino en su propia casa y en su patio trasero, con las revoluciones de colores, como les llama Lincoln Mictchell, profesor de la Universidad de Columbia, esos revolcones sociales en pos de la libertad que alumbraron Serbia en el 2000, Georgia en el 2003, Ucrania en el 2004, o Kirguistán en el 2005, o los intentos de Chechenia y Bielorrusia abortados con los tanques enviados desde Moscú, como intentan ahora con Ucrania, por miedo a que el mundo a su alrededor rechace su imperialismo destructor.

No es la lucha contra el nazismo ucranio lo que menea a Putin y los suyos, solo es una excusa, una coartada, un señuelo que utiliza para adornar su relato, tratando de justificar tamaña barbarie, ante los suyos, porque los necesita para que no se opongan a la invasión; es la exaltación de la gran patria rusa que lo justifique todo un eslógan manoseado por la historia de los dictadores, también por los zares y por Stalin, sacándola a pasear cuando de tropelías se trata, y de paso maniatar a su pueblo, prohibiendo cualquier manifestación en su contra, sea verbal o escrita, es la autocracia que necesita para sobrevivir; es el terror que lo invade todo, amenazas nucleares incluidas, para que Europa se acobarde y vuelva a brillar la vieja Unión Soviética, si no por las buenas, por las malas.

El problema es que aquí han fallado todos los espías, americanos o rusos, porque Putin, lejos de lo que pensaba, se ha encontrado con la horma de su zapato, un pueblo que en los últimos 20 años le había cogido gusto a la libertad, que había elegido como presidente, en las últimas elecciones, a un cómico judío, bajo de estatura, con más del 70% de los votos, con un partido de extrema derecha con el 2% de los votos, esa era toda su impronta nazi. Un pueblo con memoria, cosida a base de invasiones rusas y alemanas durante varios siglos, un pueblo que está escribiendo las páginas más gloriosas de la historia reciente de la humanidad, como el sirio o el palestino, por su valor, su determinación y sus deseos de protagonizar su propio destino como país.

Hay quien desvía el foco, atribuyendo la contienda a una guerra interimperialista entre americanos y rusos por intereses geoestratégicos y de dominación, que obligan a todo buen nacido a no mojarse en el evento, a ponerse de perfil porque no se encuentra una causa noble por mucho que se mire, eso sí, reclamando la paz que ha de llegar por arte de birlibirloque o reclamando clemencia en la genuflexión del invadido, y a los ucranianos que los zurzan, como titulaba certeramente Javier Cercas en uno de sus artículos sobre Ucrania.

Si los defensores de la II República tenían todo el derecho a coger las armas frente a los golpistas, con más razón lo tiene un país soberano que ve lastrada su integridad territorial por la invasión del país vecino. En España tenemos el ejemplo más elocuente, equiparable a lo que sucede en Ucrania, cuando Napoleón la invadió, dando lugar a la Guerra de la Independencia. La carta de Naciones Unidas en su articulo 51 regula el ejercicio a la legítima defensa individual o colectiva en el uso de las armas, en caso de ataque armado contra un miembro de las Naciones Unidas. Más claro agua.

Otra cosa es las alianzas que se tejen en un conflicto armado y que no tienen nada que ver con los ejercicios espirituales, y que más se parece al naufragio de un buque, donde tripulación y viajeros coinciden en los mismos intereses, salvarse del naufragio, al margen de los pensamientos geoestratégicos de cada cual. Así mismo, los ucranianos echan mano de todo aquel que les ayude a liberarse del invasor, aunque en el transcurso del tiempo sus caminos se separen.

Putin se ha encontrado, por culpa de su guerra, con todo lo que no quería, la unidad del pueblo ucraniano, el fortalecimiento militar de una OTAN en desguace, una mayor unidad de Europa, y un desgaste político, militar y de imagen de la propia Rusia en la esfera internacional. Como estratega, Sr. Putin, un cero a la izquierda.

Nadie dábamos un duro por

este país, por este pueblo, ni siquiera los servicios secretos

de medio mundo, que apostaban por un desenlace inmediato

Putin, lejos de lo que pensaba,

se ha encontrado con la horma

de su zapato, un pueblo que

en los últimos 20 años le había cogido gusto a la libertad