n las últimas semanas, varias resoluciones de nuestras más altas instancias judiciales han evidenciado el verdadero carácter de éstas. La primera se refiere a la sentencia dictada por unanimidad por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) respecto a Xabier Atristain. Según ésta, la condena de cárcel que le impuso la Audiencia Nacional (11 años ya cumplidos), es nula a todos los efectos, pues cuando estuvo detenido en régimen de incomunicación, se le privó de poder contar con un abogado de su elección, negándosele así un derecho fundamental.

Ante ello, una Justicia que se precie de tal debería ordenar de oficio la revisión de cientos de casos similares a éste, con condenas cumplidas total o parcialmente, o juicios pendientes, e iniciar los oportunos expedientes de reparación por los daños causados. Pero sus señorías no están por la labor. Quien quiera reclamar, que venga de uno en uno, con el carnet en la boca y sin amontonarse. Y luego, ya veremos.

La segunda se refiere al caso de Igor Portu y Mattin Sarasola, condenados por la Audiencia Nacional a altísimas penas de cárcel. Pues bien, el TEDH, de nuevo por unanimidad, sentenció que fueron víctimas de un trato “inhumano y degradante” durante su benemérita detención. A pesar de ello, el Tribunal Constitucional (TC) ha rechazado el recurso que pedía la nulidad de lo actuado. Según parece, lograr autoinculpaciones mediante tratos inhumanos y deningrantes es constitucionalmente legal.

Otra más. El TC español ha impuesto a la familia de Joxi Zabala, torturado, asesinado y enterrado en cal viva por la guardia civil, el abono de las costas judiciales (9.000 euros) derivadas del proceso en el que se reclamó que Joxi fuera considerado víctima del terrorismo. Claro está, como el terrorismo de Estado no existe, la familia perdió el juicio. ¡Que pase el siguiente a pleitear!, parece decir el TC.

Se dice que en casi todos los países la judicatura es conservadora-liberal, pero esta afirmación le cae grande a la española, que oscila entre ser de derechas o muy de derechas. La única asociación judicial progresista, Juezas y Jueces por la Democracia, cuenta tan solo con un 10% de las más de 5.000 señorías del cuerpo judicial. Frente a ella, la Asociación Profesional de la Judicatura, la más de derechas, suele superar el 50% de los votos en las elecciones a las salas de gobierno de los tribunales autonómicos, Audiencia Nacional y Tribunal Supremo. No es casual. Durante la Transición, el franquismo trasvasó al completo su togada plantilla al nuevo régimen, donde aquel anidó a sus anchas en juzgados y tribunales. Y hoy, de aquellos huevos estas larvas.

En el ámbito judicial se extiende cada vez más el llamado derecho penal del enemigo. Según esto, el poder utiliza al legislar una técnica basada en identificar primero a la persona a la que quiere perseguir (disidencia social, política, sindical, independentista..), para hacerle después un traje penal a la medida que facilite su represión: multas, inhabilitaciones, cárcel,.. Los ilícitos penales se definen así, no tanto en función del bien social a proteger, sino del perfil político del enemigo a perseguir.

Veamos algunos ejemplos. La aplicación de la denominada doctrina Parot por la Audiencia Nacional y el Tribunal Supremo supuso alargar el cumplimiento de las penas de mucha gente encarcelada. Declarada ilegal por el TEDH, más de 70 presos y presas tuvieron que ser puestos en libertad, si bien tragándose hasta ocho años de propina respecto a la condena a cumplir. En otro orden de cosas, el régimen penitenciario de venganza aplicado a los presos de ETA (alejamiento, aislamiento, supresión de beneficios...), es otra clara muestra de lo comentado.

Pero existe también un derecho penal del amigo a proteger, que es la otra cara de la moneda. Los responsables de los crímenes del GAL, José Barrionuevo, Rafael Vera, Julen Elgorriaga, Rodríguez Galindo y otros más, ni siquiera cumplieron la décima parte de sus condenas, pues pronto lograron generosas libertades condicionales e indultos. En otro orden de cosas, en 2010 la familia Botín pudo regularizar/legalizar 200 millones de euros, previamente evadidos, gracias al trato de favor recibido de la Agencia Tributaria y la Audiencia Nacional. Algo similar a lo ocurrido estos días con el archivo por parte de la Fiscalía de las actuaciones seguidas contra el rey emérito por sus trabajos de conseguidor para multinacionales españolas y satrapías árabes. Digamos por último que los 4.144 casos de tortura recogidos en el Informe elaborado a instancias del Gobierno Vasco aún esperan que algún juez se dé por enterado y deje de silbar y mirar hacia otro lado.

El descrédito de la Justicia española entre la ciudadanía es algo que ha ido en aumento en los últimos años. Según el barómetro de la Unión Europea realizado en 2021, el 50% de la población tenía una percepción “bastante mala” o “muy mala” en relación con la independencia del poder judicial. No es de extrañar. Le sobran razones para ello.

Se suele representar a la Justicia con una venda en los ojos para hacer ver así que es imparcial, pero quien ha pasado por los juzgados de lo social con sus demandas laborales, o los civiles defendiéndose de los desahucios, saben que esto no es cierto. Saben que existen distintas varas de medir según uno sea patrón o empleada, propietario o arrendataria, apellidarse Botín o tener una hipoteca en el Santander, y han comprobado también que su testimonio poco vale ante la del policía que les golpeó con saña y que, con aprendida desvergüenza, afirma ante el juez que fue él el agredido.

La actual Judicatura está siendo la dócil herramienta al servicio de ese derecho penal del amigo-enemigo al que nos hemos referido. En ocasiones, buscan ocultar su parcialidad tras sus ininteligibles sentencias, pero en otros muchos casos ni siquiera tratan de disimular nada. Por eso, porque la tiene muy dura, sería mejor llamarla JudicaDURA. Ese nombre le iría como un guante.