La turbulencia de los demagogos derriba los gobiernos democráticos (Aristóteles).

El estío, con su pausa dorada, nos ha mostrado el don de la vida. Hemos aplazado los problemas dejándolos vagar en la incesante eclosión de las olas sobre la arena, en ese gran libertinaje de la naturaleza y el mar, viendo descender la luz del cielo y tornándonos en simples espectadores de ese horizonte vivo y centelleante que nos lleva a renunciar a nuestros momentos wagnerianos de sublimidades; aquí olvidamos la amarga filosofía que se le pide a la grandeza y, salvo esta belleza, todo nos resulta superfluo. Hay una urgencia en el vivir antes de enfrentarnos a la lucha de la existencia, en esta invasión de los sentidos por el mundo que hemos propiciado, en medio de la convalecencia enfermiza de nuestra cultura occidental, a la que vemos envejecer perdiendo gallardía y amantes. Tras la canícula, con sus conciertos de insectos en noches estrelladas, retorna la menesterosidad de vivir. El tiempo frío recrudece las dificultades a las que, si no nos atañen en primera persona, abandonamos como la mona de la fábula, porque, según comentaba Borges, no nos une el amor, sino el espanto. Entrarán en Europa lo fríos y ventiscas del invierno como un amenazante oso polar encadenado al gas ruso. Este año miraremos los termostatos y la deriva de sus facturas que gravitarán sobre nosotros cuajando en preocupaciones y uniéndose a esa concatenación de problemas que ocultaba la cultura del bienestar y la globalización, en la que se pierden los valores con su brújula extraviada. Como un húmedo frío se infiltra una inquietud desconcertante, más interior que meteorológica, y algo aúlla dentro de nosotros, de nuestras conciencias, conscientes del adormecimiento y banalización de nuestros principios. Los seres estamos tan lejos de los seres que resulta una abstracción entender los infortunios, incluso los mínimos, que padece el ser humano, tan sumergidos como estamos en el drama general de la vida. Nuestra sensibilidad alcanza pocos metros en torno a nosotros; el dolor, al otro lado del mundo, se entiende periodísticamente sin que altere nuestras vidas, fomentando un silencio que nos culpabiliza. Somos existencia ciega, con los ojos abiertos al milagro de la vida. La pérdida de la fe en nuestro maltratado planeta nos acerca al riesgo evidente de dejar de creer en nosotros mismos. Como el Fausto de Goethe abandonamos nuestras convicciones y virtudes en pos de otros beneficios alejados de la verdad. Hay un retumbante aislamiento masivo en medio del gentío que nos habla de una decadencia subrepticia del ser como individuo único, sumergido en una masa de rebaño humano, con enormes pérdidas como poder superior e independiente. Mientras la ciencia avanza con su preocupante derivado, la técnica, hemos dejado de hacernos preguntas para doblegarnos a las dirigidas conductas de la mayoría, minimizando las decisiones de la soberanía del pueblo.

Ernst Jünger profetizó con clarividencia, antes de finalizar la Segunda Guerra Mundial, refiriéndose a la globalización de un orden del planeta: “nos hallamos en el horno de fundición y en los dolores del parto”; lo que no pudo suponer es que esta globalización alumbraría un futuro tan tormentoso, con auténticos descalabros mentales de los poderes dirigentes. El hecho de que las democracias actuales vayan directamente unidas a las economías de mercado, nos permite afirmar que la hegemonía de estos degenera el auténtico sentido democrático al tener que rendir cuentas al capital, caminando hacia una paulatina destrucción de su esencia. La democracia ha perdido la capacidad de controlar los abusos del poder económico; podemos hablar más de estar dentro de una plutocracia donde el poder real lo ostenta la economía de las multinacionales. Vivimos una limitada instancia de participación de los ciudadanos que propicia un elitismo político alejado de la opinión pública, generando en la sociedad una sensación de desprotección, y, en medio de toda esta incertidumbre, mantenemos el ambiguo trampantojo de la monarquía parlamentaria, que se sitúa cómodamente ante sus detractores como supuesto guardián de la democracia, consintiendo, más que mandando, los abusos y oportunismos del poder, tan inmune al desgaste. Cada vez es más notable la hostilidad que brinda este mundo global en el que crece la separación entre sociedad civil y política. La democracia lleva consigo una promesa que está dejando de adecuarse a la realidad; la desnutrición, apatía e indiferencia que padece pueden llevarla a una lenta y progresiva extinción. Es necesario liberarla de sus ataduras mediante una deconstrucción que acometa las reformas precisas para lograr un nuevo ensamblaje en el panorama de los conceptos sociopolíticos, como la soberanía ciudadana y el paradigma liberal de la sociedad que, ante un futuro de creciente incertidumbre, requiere la cooperación de toda la ciudadanía con aportes políticos y éticos que contribuyan a implementar las virtudes democráticas. Mediante las últimas bocanadas de nuestra historia hemos creado un palimpsesto con demasiados raspados en las verdades fundamentales. Vamos y venimos de las urnas como del entierro de la democracia y nos preguntamos si todavía queda una izquierda. Decía Eisenhower que la política debería ser la profesión a tiempo parcial de todo ciudadano. Es deber ineludible sacar a la luz de la sociedad todo valor que contribuya a mejorarla. Permanecer neutrales ante la injusticia social equivale a estar del lado de quien oprime. Hacer lo pequeño, lo que está a nuestro alcance, requiere con frecuencia tanto o más esfuerzo que lo grande. Hay que ejercitar la libertad para aprenderla en su esencia más pura. Si mantenemos la democracia encerrada en la jaula de sus estructuras, dejaremos de ir de su mano hacia nuevos y necesarios horizontes, manteniendo gobiernos que tienen la virtud en su boca y la desidia de no practicarla. l