Dos nuevos casos de racismo sacuden el fútbol español para dejar claro que tenemos un problema. Que sí, que es minoritario –un solo imbécil se basta y sobra para liarla en un campo de 20.000 u 80.000 espectadores–, pero que da un cante insoportable. Y como no hay fórmulas mágicas, y como intentar reeducar a algunos trolls es perder tiempo y dinero, solo queda la mano dura y tentetieso: multas de las que escuecen y prohibición de entrar a los estadios, que aún les escuece más. Y quizás la idea de penas de cárcel en los casos más graves no sea una exageración.

Por fortuna, en estos tiempos es relativamente fácil reconocer a los hinchas que se definen a sí mismos cuando hacen el mono creyendo que así insultan a alguien. Y no hay otra. Porque a esa gente le resbalan los mensajes sobre valores deportivos. Y porque sacarlos de las gradas mejora ipso facto el ambiente que se respira en ellas.