En el vocabulario político estadounidense “independencia” es un término de amplia difusión. El pueblo sabe que, cuando en el curso de los acontecimientos humanos es preciso disolver los nexos políticos que unen a dos naciones, se debe proclamar la independencia.

El sistema escolar difunde la idea de que todos los seres humanos hemos sido creado iguales y que entre nuestras libertades se encuentra el derecho a la vida, a la felicidad y a la libre determinación de nuestra identidad individual y colectiva. La función primera de los gobiernos es asegurar estas libertades. Esto –entienden– es una verdad evidente. Y cuando el gobierno usurpa estos derechos, el pueblo debe rebelarse y restituir el estado de justicia que le es propio.

La conquista de la independencia es, por tanto, algo que celebrar, ya que abre las puertas de la felicidad humana, la harmonía entre los pueblos, y refleja la voluntad de las naciones al unísono de sus aspiraciones.

Pero estos conceptos no son universales. Pocos autores dudan que Navarra fue un estado independiente de iure y de facto durante mil años, desde que Eneko Aritza fue coronado en 824 hasta el verano de 1841. Es una realidad contundentemente documentada.

Debería ser algo fácil de escribir: “Navarra fue un estado independiente durante mil años”. Pero para algunos no es fácil de enunciar. En castellano se suele traducir así: “Navarra es una de las actuales comunidades autónomas españolas que durante algún tiempo disfrutó de un régimen jurídico propio”.

Legislación original

Lo voy a repetir para que resulte más fácil de decir: “Navarra fue un estado independiente durante diez siglos”. Es mucho lo que esto significa. Significa que, para asegurar su existencia como nación, la identidad y felicidad de sus habitantes y la preservación de sus libertades, este pueblo creó, defendió y mantuvo un estado durante mil años. Su territorio se extendía originalmente desde Atapuerca hasta Ribagorza. Prueba de ello son los torreones defensivos que se erigieron para defender sus fronteras. Entre 1035 y 1200 estados vecinos conquistaron sendos territorios al este y al oeste de la vieja Iruñea. El Príncipe de Viana lo describió así: “Utrimque roditur”, me roen por todas partes.

Pero el estado navarro conservó su legislación original, los fueros, y sus instituciones intactas. Esto significa que sustentó un poder ejecutivo, legislativo, judicial y administrativo propios, además de un sistema fiscal privativo, con aduanas y fronteras a todo lo largo de su perímetro nacional. Las Cortes legislaron hasta su última sesión en 1829 sobre todos los aspectos referentes a la vida de sus ciudadanos, sin más limitación que la que aquella asamblea soberana se impuso a sí misma y la que la naturaleza confederal del reino exigía. Ciudades como Estella, Nájera, Donostia, Sanguesa y Mutriku o valles como Larraun, Baztan, Durango y Erronkari, entre todos los demás, tenían sus propias leyes y gobierno.

Obviamente, ninguna legislación extranjera limitó durante esos diez siglos la soberanía de las Cortes o la de las instituciones regionales de sus ciudades, villas y valles. En suma, no hubo más ley que la ley navarra y no rigió ningún otro régimen legislativo que el navarro durante mil años. Lo mismo podemos decir del judicial, compuesto por jueces “de la tierra” que hablaban la “lengua de los navarros”. Y durante mil años los habitantes de este país fueron juzgados según sus leyes por jueces legales nombrados por fuero.

El rey de Navarra y la diputación del reino constituían los pilares institucionales del ejecutivo y el sistema fiscal se organizó de forma excepcionalmente efectiva con su sede en la Cámara de Comptos a partir de 1365. En Iruñea se acuñaron las primeras monedas en el siglo XI, y de allí salieron las últimas en el XIX. Navarra gozó de una buena salud fiscal durante un milenio. El edificio gótico de Comptos, uno de los tribunales de cuentas más antiguos de Europa, es testigo vivo de esta historia.

Sistema legal

Traducido al plano personal, ello significa lo siguiente: Una persona como Gregorio Urra, nacido en Estella en 1838, tenía carta de naturaleza (ciudadanía) navarra, y pasaporte navarro si decidía salir al extranjero; Gregorio, como cualquiera de nuestros antepasados, estaba aforado al sistema legal navarro y solo respondía ante las autoridades de su ciudad, villa o valle. Allí pagaba sus impuestos, ya que ningún habitante de esta tierra pagó más impuestos que los que debía a las arcas de su estado durante esos mil años. Si Gregorio quería importar o exportar mercancías extranjeras de Burgos, Soria o Zaragoza, debía pagar las tasas correspondientes según las leyes de comercio del estado navarro. Nunca tuvo que servir en otra milicia que las de su ciudad, ni más allá de las fronteras del reino, y no existía servicio militar. Gregorio habló euskara, y sabía castellano y algo de gascón. Éstos no eran privilegios, era la ley.

Era ciudadano de un estado que lo dotó de los elementos jurídicos necesarios para que viviera una vida plena, según su identidad, sus intereses y sus derechos y deberes. Vivió en una ciudad, Estella, cuyo fuero, el más antiguo del país, le aseguraba desde el siglo XI que él era un habitante con derechos y deberes. “Unus ex alliquis vicinis” era la fórmula foral, esto es, Gregorio era “uno entre iguales”. No era una excepción, sino más bien la norma.

Muchas de las villas y valles que se rigieron según el derecho pirenaico conocieron instituciones como la hidalguía universal, el derecho de sobrecarta, y garantizaron franquezas como la libertad, la ingenuidad y la igualdad, además del derecho de ser elegido o elegir pro tempore a sus magistrados públicos. Su casa era inviolable, ni tan siquiera el merino podía entrar en ella. Por ley, su madre, mujer e hijas gozaron del estatus jurídico inapelable de “mulier legalis” y el título legal de “etxandra”, porque desde que la ley es ley en esta tierra las mujeres han sido sujetos de derecho. Ambos cónyuges eran propietarios en igualdad de condiciones de todas sus posesiones, y tenían libertad de testar sin gravámenes.

Un estado solidario

La Junta de Infanzones de Obanos evitó los excesos de la nobleza, “y por robarle un pollo a un campesino un navarro quemaba la casa de un rico noble”. Vivió en un estado solidario que permitió la libertad de culto, y que se convirtió en un oasis para aquellos judíos que huían de los confines de Europa. Tudela conoció el consejo de las tres religiones, que dirimía las diferencias entre musulmanes, judíos y cristianos. Fueros como los de Estella, Tudela o los Cuadernos de Leyes, son monumentos jurídicos que hicieron posible la vida en libertad de nuestros antepasados. Y la curia del estado navarro constituye la cuna del parlamentarismo europeo.

Fue Napoleón quien dijo que dejaba al morir tres colosos, tres titanes que gobernarían la tierra, Rusia, China y los Estados Unidos de América. Pero fue Shakespeare quien dijo que Navarra sería la maravilla del mundo. No solo por su nula ambición de gobernar más allá de sus fronteras, sino por la obstinada perseverancia de sus habitantes de garantizar que todos vivieran en libertad, igualdad y prosperidad.

Celebraremos los 50 años de la independencia de Granada pero, 1.200 años después del nacimiento del estado navarro, desde la Bureba hasta las Landas, deberíamos ser capaces de celebrar los mil años de independencia de nuestro país.