eo que hace casi un año el CIS realizó una encuesta sobre la salud mental de los españoles durante la pandemia. En aquel momento, un 35,1 % de las personas encuestadas admitía haber llorado debido a la situación creada por el virus. Llama la atención el uso del verbo admitir, como si quien lo redactó sospechara que hubo resistencias para reconocerlo. De no haber sido así, habría empleado otros verbos como el neutro decir o los más asertivos manifestar o afirmar, que no transmiten esa carga de prejuicio. El 40,6 % sabía de familiares directos que habían llorado y un 16,3 % se declaraba desconocedor, puede que hasta sorprendido por la pregunta. No así el 42,9 %, que declaraba con seguridad que sus familiares no lo habían hecho, aunque es complicado saberlo porque no es infrecuente ocultarlo. Con estos datos, salta a la vista que el entorno de la muestra había llorado más que la muestra en sí. Curiosidades de la estadística.

Mejor para el entorno, pienso. Incluso quienes no hayan sufrido las consecuencias terribles, inevitables y dolorosas de la pandemia, habrán experimentado cansancio difuso, acumulación de pequeñas frustraciones y desubicación. Me centro en ellas. Frente a su acoso, la sensación de liberación y limpieza que deja una buena llorera es balsámica, pero nos sobrevuela el mandato de mostrarnos fuertes y su primera consecuencia es que se obstruyen los lagrimales. Mejor no tenerlo en cuenta.

¿Han llorado ustedes por cualquiera de las consecuencias de la pandemia? ¿Se perciben con una creciente blandura, vulnerabilidad, posibilidad de que les alcance la pena, la nostalgia, la pesadumbre o la amargura y les atrape con mayor intensidad y duración que hace un par de años?

De repetirse ahora la encuesta, me da que el porcentaje de personas que admitiría haber llorado sería mayor.