El duro informe del Consejo de Transparencia del Estado contra el proyecto de ley de Información Clasificada pone en evidencia la fragilidad sobre la que se asienta este pobre e inútil intento, desde el punto de vista de los valores democráticos, de superar la actual legislación de secretos oficiales heredada de la dictadura franquista. Un cambio para que no cambie nada y la impunidad más absoluta siga impidiendo conocer la verdad sobre las tropelías cometidas por los aparatos del Estado. Más gatopardismo como con la nueva Ley de Memoria Democrática. Un varapalo político y jurídico que otorga valor a los argumentos de los partidos políticos –Geroa Bai, PNV y EH Bildu, entre otros–, asociaciones de víctimas y de defensa de los derechos humanos, que llevan años reclamando un acceso real y transparente a los documentos sobre la guerra sucia y el terrorismo de Estado y de grupos de extrema derecha, de actuaciones de miembros de los Cuerpos de Seguridad y de casos de desapariciones forzadas, torturas y malos tratos. No deja de ser llamativo que de los siete miembros y un presidente que forman este Consejo de Transparencia, la única firma que no acompaña las conclusiones de este análisis sea la del representante nombrado por el Congreso, el socialista Odón Elorza. Una ley que ha sido tramitada por el Gobierno de PSOE y Unidas Podemos a toda prisa, en mitad del agosto veraniego y con la oposición de historiadores, archiveros y periodistas, los profesionales más afectados –al margen, claro, de las propias víctimas y de sus familiares–, que denuncian la extensión eterna de los plazos de desclasificación de la documentación oficial y el oscurantismo con que se quiere seguir encubriendo casos como el de Mikel Zabalza, los Sanfermines del 78, los atentados y acciones del grupo terrorista GAL hasta 1987, la descolonización del Sahara, los atentados islamistas del 11-M, el golpe del 23-F y sus ramificaciones institucionales, etcétera. Verdad, justicia y reparación. Estos tres conceptos clave de Memoria Histórica tienen una perfecta aplicación en este caso, en el que la llamada cuestión de Estado se utiliza como argumento de impunidad y encubrimiento de graves delitos contra la ley contra y la Constitución y contra los derechos humanos. Este nuevo proyecto de ley sobre secretos oficiales solo puede calificarse de decepcionante. La preservación del secreto en el tiempo eterno en que insiste parece haberse convertido en el eje de una iniciativa que no sirve, en su configuración actual, al interés democrático superior de la transparencia y el control que aporta la separación de poderes. Y se trata de eso: más que de proteger el secreto de intentar evitar sus consecuencias judiciales y el conocimiento público de la verdad en todas sus dimensiones y de sus responsables. Pero antes o después las instituciones democráticas españolas deberían asumir que el terrorismo de Estado, la guerra sucia y las torturas y malos tratos estuvieron mal, el daño injusto causado y aceptar las responsabilidades del Estado y de sus estructuras en unos hechos inadmisibles en una democracia. En ese camino de la tolerancia y la convivencia queda aún mucho trecho por recorrer. Un Estado democrático necesita leyes democráticas y transparencia en sus actuaciones: luz y taquígrafos.