Los cementerios, los planificados con gusto, los cuidados o los que se cuidaron mientras estuvieron en funcionamiento tienen eso que puede llamarse poesía del tiempo y que la mayor parte de las veces no es más que una combinación de silencio y líquen sobre las lápidas. Esferas blanquecinas, ocres o verdosas se superponen y cifran el tiempo que pasó desde que se colocó la piedra que hoy se grabaría con otro tipo de letra, con otro mensaje, con otras proporciones.

Va para largo, pero seguramente los cementerios desaparecerán como lugar de cita común y definitiva. Antes en las ciudades que en los pueblos, cuestión de espacio, también de precio, pero no solo. De hecho, ya no lo son. Quien más quien menos ha participado en un acto de despedida alternativo o lo conoce de manera cercana. Cenizas que se esparcen en el monte o se echan al mar o al río, que se llevan a casa para colocarlas en un lugar solemne y presidencial o íntimo o que se recogen para que no les afecte el desorden de la vida o para que no se añadan a él.

Atrás quedaron las mesas de firmas con sus paños gruesos y pesados que aparecían en los portales cuando alguien moría y los recordatorios con borde negro. Hoy es posible convertir las cenizas de un ser querido en una joya y se publicita la posibilidad de mezclarlas con pigmentos para pintar cuadros o con barro para hacer esculturas. Si la cremación y la desaparición del pesado ajuar tradicional desmaterializan la muerte, le restan espacio real, estos nuevos objetos y costumbres crean vínculos de difícil definición y gestión. ¿Y si el cuadro o la escultura no tienen un pase y no hay rincón suficientemente oscuro para ponerlos? ¿Hay que conservarlos siempre, generación tras generación?