Si estás leyendo esto es que hemos sobrevivido al fin de año. Hubo una época en la que nadie en su sano juicio (milenaristas excluidos) pensaba que al acabarse un año y empezar el siguiente fuera a pasar poco más que el habitual acúmulo de excesos, la resaca y el comienzo de las promesas incumplidas. Implícita suponíamos que todo seguiría en su sitio. Ahora, sin embargo, siento resquemor ante estas discontinuidades como si pudiéramos estar convocando a la mala suerte. Y es que quizá nos dejamos llevar por la propia ansiedad que hemos creado ante ciertas situaciones; vivimos en una sociedad en la que parece que justo este momento es el punto álgido donde confluyen todas las urgencias y las necesidades, con la sospecha de que un poco después ya nada será lo mismo.

Yo mismo me declaro culpable de esa especie de cronofobia acelerada: “que el 2023 no sea el último año que nos toque vivir”, concluía agorero hace una semana. En psicología se habla de ansiedad anticipatoria, el miedo a lo que podría pasar, a sentirse incapaz de controlar lo que va a venir y que prevemos malo. Paradójicamente hemos conseguido en esta sociedad sobreconectada y avasallada por la infopublicidad que el tiempo de los buenos deseos se vea invadido por esta angustia que, en el fondo, es el miedo a la muerte que decía Aristóteles, porque era el final de la vida. Hemos instaurado un cierto milenarismo ante cada paso que nos toca dar como sociedad.

Así que, cargado con ese estrés anticipatorio, he decidido visibilizar mis temores y canalizarlos en esta columna porque, quiero creerlo, también está en nosotros la capacidad de tirar adelante; aún nos queda tiempo y mucha lucha por hacer y el mundo podría llegar a ser algo mejor y más justo si nos ponemos a ello. Quizá así el 2023 sea un año que merezca la pena, aunque fuera el último.