Como tantos críos y crías, intenté criar gusanos de seda. Solo una vez. No prosperaron a pesar de que les preparé una bonita caja de cartón, agujereé la tapa y cogí hojas de lo que me dijeron que eran moreras. Nunca hilaron sus capullos, nunca hubo mariposas, pero me quedé con las moreras y a veces, cuando las moras están maduras, se me activa un atavismo recolector. Las moras de la morera no son tan dulces como las de la zarzamora, pero tienen su punto y más en medio de la ciudad.

Cerca de casa hay unas cuantas. Todas alineadas en una acera salvo una solitaria en mitad de la calzada. Como la zona suele tener bastante tráfico, cabe pensar que la pusieron para reforzar la visibilidad de la isleta y evitar males mayores.

Hace ya un tiempo me fijé en que algo colgaba de una rama baja. Cada mañana, al pasar, le dedicaba un instante. ¿Un nido para una especie frugívora en peligro situado justo debajo de la fuente de su alimento? Sería extraño, no hay otros similares en la zona. Una mañana, aún estaba oscuro, crucé hasta la isleta. Es una casita de juguete. Roja, con vigas blancas y una pequeña mecedora cerca de la puerta. No la empujé. Sigo viéndola cada día y preguntándome si algún pájaro habrá intentado entrar, para qué la colgó quién lo hizo.

Es, desde luego, una microinstalación, arte minúsculo, un interrogante urbano que lleva meses siendo extrañamente respetado. Igual es que se mira poco a los árboles. Me gustaría saber quién la colgó. ¿Es joven, mayor? ¿Hay una criatura de por medio? Me intriga. Tengo la corazonada de que es una especie de ofrenda.

Ayer, conduje a I hasta la isleta para enseñarle la casita. Ahora ya no podrá dejar de mirarla. l