La Navidad cabe en una caja de cartón. Hoy, como muy tarde mañana, es el momento de recoger los adornos. Fin de fiesta. El árbol de plástico, las luces, el espumillón, las figuritas, las bolas, el pequeño olentzero que trepa por la cuerda… Cada año aparece algún elemento más que comprime el contenido. En realidad, en esas cajas lo que más pesa son los recuerdos; por eso, sobre todo cuando eres niño, son como un cofre del tesoro para la imaginación. Recuerdo la curiosidad que me despertaba aquella caja sumergida en el fondo de un armario que almacenaba durante meses las figuras de un modesto belén. Abrirla a escondidas en otras fechas del calendario era como recuperar el aroma de turrones, del cordero en el horno, del pino recién cortado, del musgo fresco, de la madera ardiendo en Nochebuena o Nochevieja… Todo es efímero menos los recuerdos (mientras no interfiera un trastorno cerebral). La caja de cartón con los ornamentos navideños en su interior irá a parar hoy o mañana al lado de la que conserva la ropa blanca de fiestas, los pañuelos rojos, la camisa de la peña… Y no andará lejos la que contiene las gafas de bucear, sombrillas y otros artilugios veraniegos. El ciclo de la vida cabe en unas cajas de cartón.