Desquiciante. Aberrante. Insufrible. Sencillamente abominable. ¿Hay alguien ahí que pueda contener semejante desgarro democrático? ¿Así hasta cuándo? La imagen del exacerbado encono ideológico, que solapa a la febril disputa partidista, resulta deplorable. Un detestable ambiente navajero que ensucia indignamente las instituciones, donde se entrecruzan inmisericordes descalificaciones, bulos, insultos, insidias y amenazas. Resulta irrespirable con la complicidad generalizada de demasiados responsables que tienen nombre y apellido. El hedor aumenta día a día dentro y fuera de las Cortes. Y así seguirá durante un zafarrancho electoral viciado por flagrantes casos de corrupción, persecución a periodistas y, sobre todo, la incógnita de la amnistía y Puigdemont.

Especialmente en Madrid, la bilis ya mancha el suelo. Hay demasiado rencor en muchas esquinas. Ganas de venganza, de permanente revancha. Las corruptelas se desparraman y cada acusado anhela afanoso una pueril justificación como si pretendiera sacudirse su responsabilidad al margen de la ley. Otros, incluso, se toman la justicia por su mano envalentonados como cualquier matón camorrista. Luego van a refugiarse a sus respectivas trincheras. Allí les esperan enfervorecidos hooligans, doctrinarios y amanuenses para seguir dinamitando el mínimo resquicio de sensatez. Esquizofrenia pura.

Quizá más allá de esta olla putrefacta, el ciudadano medio prefiere que la clase política, y hasta la judicial, se cuezan en su propia salsa. Pasa de pantalla, sale de vacaciones, llena hoteles, atiborra restaurantes y disfruta del horario ilimitado de bares y cafeterías costeras. Puro ejercicio de liberación mental para abandonar a su suerte a una clase política presa de su agresividad. La asonada adquiere tal deriva que en el Congreso pueden resonar en menos de diez minutos una retahíla de desaforadas imputaciones cruzadas entre escaños de prostitución, fraude, comisionista, cocainómano, prevaricador o, incluso, de apretar el gatillo para matar personas. Todas se recogen en el acta. Armengol no quiere detener el ventilador de las barbaridades porque ella misma ha puesto el límite a ras del libertinaje. Licencia para la ofensa.

Todavía aguardan, desgraciadamente, días gloriosos para el histerismo. Las comisiones de control de las mascarillas en ambas Cámaras agotarán la difamación en medio de fragor de una y otra campaña electoral. Convivirá con la sacudida social que provoca el abominable contubernio corrupto desbaratado en la Federación española de Fútbol. Después de la inanición responsable de las autoridades deportiva del gobierno sanchista mirando durante tanto tiempo hacia otro lado, el castillo de naipes de las fechorías del clan Rubiales se desmorona por fin. Ahora bien, es muy probable que si no hubiera estallado el vomitivo caso Jenni Hermoso toda esa carroña seguiría sin destaparse.

Catalunya siempre está ahí

Los ánimos fluyen desbocados. Los nervios, desatados. Mucho más en suelo catalán, recuperado como epicentro del terremoto político desde el escrutinio del 23-J. Hasta entonces, Puigdemont era un juguete roto, abandonado a su suerte, sin micrófono al que asomarse. Ahora desbarata Presupuestos, fuerza elecciones, magnetiza oleada de periodistas y galvaniza la causa independentista como mesías añorado. Pero sigue siendo un elemento de discordia. Su apelación a la lista de país desde el monte Sinaí de Elna tras haber desangrado semana a semana al gobierno de Pere Aragonès suena estrambótica cuando no envenenada. Por eso resulta comprensible que ERC, concernida, se haya apresurado a considerar inviable la incitación y forzada, de paso, a descubrir que también negocia con el PSOE bajo la supervisión de un mediador, esa figura de moda tan irritante para la credibilidad de todo país.

La pelea catalana contaminará el calendario hasta los comicios. Dispone de tanta fuerza intimidatoria que ninguna especulación se le resiste. Cualquier augurio tiene fundamento. La configuración del próximo Govern alterará, si se lo propone, la legislatura en el Estado. Incluso podría pulverizar la actual mayoría parlamentaria que sostiene a Sánchez. O tal vez no por el temor compartido a la derecha que vendría. ¿Y hasta forzar un adelanto electoral tras el verano? Ante semejante capacidad de influencia, cada movimiento de los candidatos cuenta. Ocurre con la propuesta de la financiación singular de Aragonès que ha sonado como una bomba de relojería. También con las dudas de Feijóo sobre la idoneidad de su candidato. Nada comparable con las próximas decisiones judiciales.