La cabaña es una construcción de piedras pardas, rústica y austera. El tejado, un encaje de pizarras irregulares como dientes mellados y oscuros. Se levanta contra el terreno, un muro sostiene la ladera verde en un esfuerzo permanente, parece una condena. Podría cobijar a algún pastor al que se le ha echado encima la noche o la niebla en mitad del monte. No es un hogar, pero sabemos que esa condición la crea una decisión vital. Sí es un buen lugar para esconderse, así que termina convirtiéndose en refugio para una mujer rubia y albina que ronda los cuarenta años y un niño igual de blanco que ha cumplido los siete. Las vacas que pastan por los alrededores rumian que su lengua no se parece nada a la que a veces escuchan en esta pradera de Bustalpellón. Cantabria infinita. Soledad.

Cae la tarde y, a pesar de que a esta altura la luz resiste más que al fondo del valle, llega un momento en que tiene que marcharse. El sol se oculta y todo se hace negro. El niño se pega a su madre. Äiti, minä pelkään pimeää. Ella le susurra que en la oscuridad no hay nada y lo acoge mientras intenta recordar sobre qué piedra ha dejado las velas. Sabe que esto es una huida hacia adelante. Caminando a tientas roza con las yemas de los dedos algo caliente y suave que emite un chillido y aletea junto a su cara. El niño se echa a llorar. Ella le transmite una calma que no siente. Avanza dos pasos, toca algo duro, frío y alargado. Por fin. Enciende la vela y, aunque proyecta sombras amenazadoras sobre las paredes, también dibuja un círculo de intimidad y empuja la inquietud fuera de su contorno. Tras cenar queso y un par de tostadas, madre e hijo consiguen dormirse abrazados dentro del mismo saco. Ella no sabe que por la mañana la Guardia Civil les encontrará, le quitará a su hijo para llevarlo junto a su padre en la misma Finlandia de la que ella salió llevándose lo que más duele que te quiten, y que terminará en prisión. Podría tratarse de una película. De momento es un delito de sustracción internacional de menores.