Hace ya más de tres décadas, Francis Fukuyama, un reconocido intelectual y analista político norteamericano, publicó El Fin de la Historia, un libro que recorrió el planeta y llenó de tanto entusiasmo a algunos como escepticismo o incluso indignación a otros, cuando presentó su tesis de que la etapa de guerras que ha asolado a la Humanidad desde sus albores, estaba tocando a su fin gracias a la pax americana.

El tiempo parece dar la razón a los escépticos: si bien el entusiasmo de Fukuyama y de cuantos lo aplaudieron entonces era comprensible al final de medio siglo de Guerra Fría más dos guerras mundiales, que en total ocuparon casi todo el siglo XX, también era ingenuo: ¿Cómo podía creer Fukuyama que el fin de la Guerra Fría era el principio de una era sin precedentes, con un mundo en paz bajo la benévola supervisión norteamericana, con gentes dedicas a sus quehaceres diarios?

Eso habría sido ciertamente el fin de la historia, si por “historia” entendemos la disposición a luchar hasta morir (o hacer morir) para imponer la propia visión del mundo, o los propios intereses. Es precisamente lo que hizo la Humanidad en toda su historia. Para quienes no recuerden las pugnas de romanos, espartanos, atenienses, troyanos o egipcios hace ya miles de años, quizá contemplen las guerras de religión europeas, tanto más sorprendentes entre poblaciones que profesaban pertenecer a la religión de la caridad, o las napoleónicas en busca de nuevos imperios, o más recientemente, la cortina de hierro que dividió a Europa.

Bajo la tranquilidad aparente que sucedió a la Guerra Fría, se fueron desarrollando nuevos extremismos, como el de los ayatolas, que en su día recibieron refugio en la Europa democrática y ahora amenazan a sus vecinos en una región históricamente tan inestable como el Próximo y Medio Oriente, o los chinos, que tras superar dos siglos de miseria utilizan ahora su explosión demográfica para exportar su visión del mundo.

Es algo que hace pensar en la búsqueda de una nueva hegemonía que, en nuestro mundo parece querer reemplazar a lo que todavía es la primera potencia mundial. En la estela china, se hizo evidente la amenaza norcoreana, un pequeño país sin bienestar ni libertad, cuya única amistad parece ser Pekín y su única riqueza los arsenales que esgrime como amenaza contra cualquiera y que pone al servicio chino, mientras Rusia mantiene que durante su historia ha tenido que defenderse de invasores de los cuatro puntos cardinales.

Según esta visión, Rusia tendría el mérito en la historia de convertirse en el país más extenso del mundo a base de ser invadido -o más bien de prevenir invasiones.

Así que la historia imaginada por Fukuyama volvió, tras los pocos años de la pax americana brindada por el único imperio que sobrevivió la Guerra Fría, a un nuevo panorama con las nuevas tecnologías que han encogido el mundo. Para algunos, es como un nuevo Leviathan, que destruye cuanto encuentra a su paso.

EEUU ya no se enfrenta hoy a la perspectiva de una paz y prosperidad casi garantizadas como hace tres décadas, sino a una carrera para mantenerse como líder del mundo y en que su poderío, aún siendo varias veces superior al de cualquier otro país, no le garantiza la victoria.

Es cierto que EEUU tiene hoy la mayor economía del planeta, es un 40% mayor que la china y varias veces mayor que la alemana, japonesa, india o británica, pero también es cierto que las nuevas tecnologías pueden suplir muchas cosas y alterar completamente las valoraciones, para disminuir relativamente las reservas norteamericanas y favorecer a naciones más pobladas y agresivas.

Washington podría beneficiarse más que otros países de la superioridad de que hoy goza, gracias a su relativa insularidad. Pueden ayudarle a mantener este puesto las tensiones entre quienes aspiran a sustituirlo, como ocurre con la India, que ha superado a la China en su demografía: su población ha crecido más que la china y la frontera común no permite a Pekín dormirse en sus laureles sino que ha de vigilar al que puede convertirse en un competidor importante, cuando no en un enemigo bélico.

Tampoco puede Pekín confiar en su actual superioridad regional y los recursos que tal vez necesite para frenar a potenciales enemigos los habrá de restar de su carrera contra EEUU. Es una pugna que afecta a todo el planeta, como se ve en las islas que China está creando en aguas internacionales frente a sus costas y que podrían acabar con la posibilidad actual de circunvalar el planeta.

Cuesta imaginar que en el mundo actual se desate una guerra entre las grandes potencias, quizá por la capacidad mortífera de sus armamentos, pero también es cierto que el mundo se halla, en opinión de muchos comentaristas norteamericanos, inmerso en una nueva guerra fría cuyos principales protagonistas no son ya Estados Unidos y la Unión Soviética, como ocurría el siglo pasado, sino que los nuevos enemigos de Washington son la China aliada con Moscú, además de potencias militares menores como pueden ser el Irán o Corea del Norte, alianzas que representan para Washington, un “imperio maligno”, tal como describió en su día el presidente Reagan al hoy desaparecido imperio soviético.

Tal como dice otro proverbio, “el enemigo de mi enemigo es mi amigo” y lo será… hasta que me toque luchar contra él. La historia, contrariamente a Fukuyama, no se acerca a su final.