La Federación Internacional de Fútbol (FIFA) anunció el reciente campeonato mundial de Qatar como una competición “totalmente neutra en emisiones de carbono”. La perspectiva de neutralizar las emisiones de CO2 generadas para albergar a cientos de miles de aficionados provenientes de todos los rincones del mundo, tal vez incluso por encima de un millón, en campos de fútbol recién construidos en un estado desértico, sonaba ya demasiado fantasiosa. La realidad es que el país del Golfo Pérsico ha levantado estadios de miles y miles de toneladas de hormigón para un evento de unas pocas semanas (no parece muy probable ver muchos partidos de fútbol en una zona del mundo, uno de los epicentros del calentamiento global, donde las temperaturas solo hacen posible el juego entre diciembre y marzo), los vuelos a Doha y países del entorno han incrementado muy significativamente su frecuencia, y han atracado cruceros para servir de alojamiento a los visitantes al campeonato, cuyos desplazamientos implican emisiones de gases de efecto invernadero hasta mil veces mayores a un trayecto equivalente en ferrocarril. Qatar se comprometió a compensar las emisiones asociadas al evento deportivo de tal modo que iba a emitir 1,8 millones de créditos de CO2. Según las informaciones publicadas, parece que esa cifra se ha quedado en 200.000, más allá de la ineficacia de este mecanismo denunciado por instituciones que han realizado estudios científicos serios sobre ello.

Aparte del resultado deportivo, de un acontecimiento capaz de despertar pasiones en todo el mundo y de que el Mundial de Messi pase a la historia, el resultado que verdaderamente nos afectará en las próximas décadas a nosotros y, sobre todo, a nuestros descendientes es el de las millones de megatoneladas de carbono liberadas a la atmósfera que, ya es hora de hablar claro, provocarán muertes y sufrimiento en el futuro. Todo esto no deja de ser un espejo de nuestras sociedades occidentales basadas en voraces modelos de consumo, magnificado en este caso por el país que más carbono emite per cápita la atmósfera a (unas 5 veces lo que emitimos aquí o hasta 150 veces lo que emiten algunos Estados africanos), además de ser uno de los principales exportadores y poseer enormes reservas de gas licuado y petróleo, o verse capaz de levantar monstruos de infraestructuras que requieren un elevado riego y consumo en refrigeración en medio del desierto.

Tal y como defiende el acuerdo de París de 2015 en el que se insta a las partes firmantes a reducir sustancialmente las emisiones de carbono a la atmósfera –mientras en 2022 volverán a marcar récords históricos–, el Mundial de Qatar supera a todos los anteriores en cuanto a emisiones e impacto. También en infamia. Justo cuando en Europa nos llenamos la boca de predicar y diseñar un camino hacia el cero neutro mediante una transición verde y digital, la emergencia climática se recrudece a la vez que el mundo es capaz de agravarla contribuyendo a sostener eventos como el Mundial de Qatar.

El autor es delegado territorial de AEMET en Navarra