“Si algún día triunfan tus ideas, dejaré la toga y cogeré la goma2”, me espetó, entre otras perlas, quizás cargado de razones espirituosas, un funcionario, juez de profesión. Lo tremendo es que siguió ejerciendo de juez hasta su retiro.

Y es que, por muy dura que resulte la oposición, ser funcionario de cualquier función exige unas condiciones de ecuanimidad, ética y honestidad que deberían incluirse en la formación y en los exámenes de idoneidad porque se sirve a toda la sociedad independientemente de la ideología personal aunque, en ocasiones, discrepe de las normas que debe aplicar y cumplir.

Recientemente hemos visto una escandalosa instrumentalización de la titularidad judicial para ejercer la ideología que sustentan sus protagonistas aunque con ello hayan cuestionado su condición y hasta la propia justicia. Porque ¿quién va a creer ahora que el CGPJ y el propio Tribunal Constitucional no actúan en función de la ideología de sus miembros en vez de puros parámetros jurídicos?

Llama la atención que ninguna de las asociaciones de jueces haya denunciado la extraordinaria caducidad en los cargos que, sin embargo, no limita sus funciones a diferencia de lo que ocurre en casi todos los cargos públicos de elección. Y que nadie se cuestione si debería dimitir para evitar esa prolongación indeseable que permite irresponsables faltas de cumplimiento de la obligación de cubrir las vacantes que se produzcan. Porque no nos engañemos, detrás de la ausencia de designar los cargos se encuentra el mantenimiento de un determinado sesgo ideológico de los responsables jurídicos para la instrumentalización de las decisiones al servicio más de la ideología de los proponentes que de la Justicia con mayúsculas. Y no olvidemos que estamos hablando de poderes muy, muy importantes y determinantes en la interpretación y aplicación de las leyes, incluida la Constitución.

Ciertamente hay profesiones funcionariales que resultan un tanto endogámicas por la propia configuración de sus condiciones de acceso: desde una naturalidad de tradición familiar, hasta una modalidad de preparación para las oposiciones que resulta bastante cerrada. Y es que dedicar años de preparación de las mismas requiere una solvencia económica, generalmente familiar, que no está al alcance de la mayoría de la sociedad.

En estas condiciones, hablar de conservadores y progresistas resulta bastante equívoco puesto que, en casi todos los casos, estamos ante clases lo suficientemente acomodadas para ser bastante próximas. De ahí que confiar en que ellos sean los únicos intervinientes en la designación de los cargos de responsabilidad para el ejercicio de semejante poder, resulte cuando menos inquietante. Tenemos bastantes ejemplos de jueces estrella, luego algunos de ellos estrellados, y resoluciones judiciales tan llamativas que quizás no se cuestionan porque, quien podría hacerlo, tiene un cierto condicionante corporativo.

Por eso es imprescindible un catálogo normativo que exija ecuanimidad, ética y honestidad en el ejercicio de la función pública y una forma de preparación y acceso abierta a la sociedad y al control público. Y unas becas y financiación adecuadas para que pueda extenderse el acceso a personas que carecen de suficientes recursos económicos para permitirse dedicar años a la preparación de oposiciones valiendo para ello.

Lo exige un mayor calado y extensión de la democracia que debemos proteger a toda costa porque nos va en ello la libertad individual y colectiva.