“Sí, sí, claro, mi país… Pero no, es que eso en mi país no… Te diría que para mi país yo…”. Cuando escucho esto, siempre me quedo muy pensativo. ¿Habrá un lugar en el mundo que se llame país? ¿En qué continente? Sera en América Latina, ¿no?

A veces, me da por pensar en función de mi interlocutor. Me digo, ¿será Marruecos, Argelia, Túnez, Libia, Siria? ¿Será Ecuador, Bolivia, Perú, Colombia, Venezuela, Nicaragua, Honduras, Guatemala, El Salvador, República Dominicana, Cuba? ¿O será Rumania, Bulgaria, Moldavia, Polonia, Ucrania, Bielorrusia? ¿O Senegal, Costa de Marfil, Gana, Mali, Mauritania, Guinea Ecuatorial, Uganda, Nigeria?

Esa expresión no me gusta, y me parece una especie de estigmatización de la emigración. Perpetrada por los propios emigrantes. Porque son ellos los que, en su discurso, la emplean. Evidentemente lo hacen de manera irreflexiva, mecánica, un giro genérico aceptado y simplificador. Quizás lo hagan también como un gesto de timidez, por miedo a ser invasivos, qué sé yo.

En cualquier caso, los europeos en el mismo contexto, es decir, residiendo en otro país, cuando se refieren al suyo, lo nombran: en España, en Italia, en Alemania, en Francia, en Noruega… O incluso se reconocen de una parte o región de ese país.

En el fondo, para el emigrante, es como si debiese renunciar un poco a su identidad para triunfar en su nueva vida. Un gesto para la integración, podríamos decir, donde lo personal ha de quedar en segundo lugar, para adoptar plena e intensamente la nueva identidad, la del lugar de acogida. No creo que deba ser así. Debemos dar otro trato a la emigración. En primer lugar, porque somos un pueblo de emigrantes y sabemos lo que supone abandonar tu pueblo para ir a probar fortuna a otro país. En segundo, porque en nuestro occidente desarrollado necesitamos la emigración para mantener la población (activa) y el sistema. 

Finalmente, sería una pena que no se aprovechase la diversidad cultural que aporta la emigración a nuestra sociedad. Una apertura al mundo que tenemos a la vuelta de la esquina de nuestras ciudades y pueblos, que solemos ignorar. 

No cabe duda de que una mayor visibilizacion e integración de estas poblaciones nos enriquecería como sociedad, y contribuiría a una mejor dinámica de grupo. Permitiéndonos, además, educar a nuestros hijos en los valores del siglo XXI, que no son otros que una especie (humana) más respetuosa con la naturaleza y con sus semejantes.