Hay artículos que se escriben a partir de certezas o claridades mentales y otros que, naciendo sobre todo de una serie de dudas acerca de un asunto concreto, no pretenden arrastrar a nadie a ningún huerto, persuadirle de nada, se limitan a plantear interrogantes con el deseo de compartirlos con los demás. Éste, el que empiezo ahora, es un ejemplo de los segundos.

Más allá de los resultados de las elecciones del 23 de julio de este año, de todo el proceso posterior de búsqueda de alianzas y acuerdos por parte de los dos partidos principales y que ha llevado hace unos días, en última instancia, a la investidura de Pedro Sánchez como presidente del Gobierno, existe, a mi juicio, un fenómeno que trasciende la coyuntura, la confirmación de una nueva tendencia en el modo de hacer política. Me refiero a que ahora la negociación ya no es sólo un medio, un camino para conseguir algo. Ahora la negociación, quitándose de encima, despojándose de la ideología tal como la concebíamos antes, es decir, ese conjunto de creencias o convicciones sobre distintos aspectos del funcionamiento de una sociedad, sobre la manera de organizarla, se ha convertido en la nueva ideología.

Sí, he ahí la novedad. Y es que, después de muchas décadas en las que la política, los sistemas políticos, tanto los democráticos como los dictatoriales, han ido asociados a una determinada ideología, conservadora o progresista, nacionalista o antinacionalista, de derecha o de izquierda, se ha producido un cambio de planteamiento. Hoy, un cierto tipo de político contemporáneo se ha dado cuenta de que su ámbito, su labor, su cometido, esto es, la obtención de los apoyos suficientes para sacar adelante un programa, un proyecto, una ley, para ganar cualquier votación, ya no necesita el recurso a lo ideológico, la apelación a lo ideológico, la compañía permanente de lo ideológico. No, eso era antes. Ahora todas esas ideas, visiones o principios abstractos esgrimidos en los debates y en las campañas, recogidos en los programas y en otros documentos, esos conceptos y teorías sobre las cosas y sobre el mundo que con tanto orgullo, con un espíritu idealista, se exponían, se explicaban o se difundían a través de todos los canales posibles, ya no tienen por qué incorporarse a la política, añadirse a la acción política, colgarse de ésta como un fardo pesado que no se sabe dónde dejar. No, ahora todo ese paquete es un lastre superfluo para el político moderno, algo que tuvo sentido durante cierto tiempo, que cumplió una función durante años, pero que ya no necesita.

A través de un análisis de mayor profundidad, podemos comprobar cómo ese rechazo de lo ideológico no es en realidad un repudio de las ideas, sino más bien una nueva concepción de las mismas. En el fondo de la cuestión, de esa nueva manera de actuar políticamente, hay algo que no es tan nuevo, subyace una corriente filosófica que tiene ciento cincuenta años, que se remonta al último tercio del siglo XIX, y que se extendió a lo largo del siglo XX bajo el nombre de Pragmatismo.

En su ensayo The Pragmatic Turn, Richard J. Bernstein escribe una larga introducción donde cuenta cómo surgió esta escuela de pensamiento, quiénes fueron sus principales valedores y cuál es el denominador común entre ellos. En ese capítulo, nos dice que lo que emparenta a Charles S. Peirce, William James y John Dewey, los primeros pragmáticos norteamericanos, es que todos creían que “las ideas no están ahí afuera esperando a ser descubiertas, sino que son herramientas que la gente inventa o crea para enfrentarse al mundo en el que vive”. Todos esos pragmáticos están de acuerdo en que, “dado que las ideas son respuestas provisionales a situaciones particulares, su supervivencia no depende de su inmutabilidad, sino de su adaptabilidad”. En otro momento de su libro, Bernstein nos recuerda que “nuestras creencias son en realidad pautas de actuación, y que nuestra consideración de los temas, de los asuntos, es tributaria, en gran medida, de los efectos, de las consecuencias que la resolución de cada asunto trae consigo, del resultado que arroja”.

En ese sentido, la negociación, esa que ha permitido a Sánchez ser reelegido y formar gobierno, sería un ejemplo de hasta qué punto hay una identificación entre idea y pauta de actuación, de cómo una y otra son en definitiva lo mismo. Parafraseando a los pragmáticos, podría afirmarse que la negociación, en tanto que idea, que nuevo concepto ideológico, es la respuesta provisional a una situación particular. Y la supervivencia de esa idea, siempre siguiendo a los pragmáticos, dependerá de su capacidad de adaptación al momento concreto.

Si lo pensamos bien, este modo de actuar, la negociación, no es sólo una pauta aplicada en muchos ámbitos, sino que es, a menudo, la única que sirve, la única que nos conduce a un final, a un destino o a un desenlace aceptable. Aunque suene obvio, no está de más recordar que todos nosotros nos movemos o funcionamos a diario, en buena parte de nuestras acciones, de nuestra actividad, sobre un escenario permanente de negociación. Es esta idea, esta pauta, la que se impone en las transacciones comerciales, en las relaciones profesionales, familiares, sociales y vecinales, la que prevalece en último término por encima de lo legal, de lo reglamentado, de lo estipulado, de lo teórico. Es decir, lo que nos permite prosperar en cada situación, por cotidiana y trivial que sea, es nuestra capacidad de pactar, de acordar, de negociar. Y es que, si seguimos pensándolo bien, el precio de los productos o servicios, los requisitos o trámites necesarios para obtener o acceder a algo, las condiciones exigidas a priori para cualquier gestión, no dejan de ser una gran teoría, una especie de vieja ideología que, en la práctica, acaba siendo desplazada, reemplazada por aquello que conseguimos realmente en cada ocasión, en cada encuentro, en cada coyuntura, en cada encrucijada del camino, esto es, por la herramienta que creamos o inventamos para enfrentarnos al mundo en cada instante de nuestra vida.