Sigo con mi autoimpuesta táctica o más bien necesidad mental de contactar lo menos posible ya sea vía visual o auditiva con cualquier noticia que tenga que ver con la guerra de Ucrania. Si paso las hojas del periódico y en una de ellas hay algo apenas miro el titular, puesto que ahondar en más me suele llevar a meterme unas horas en agujeros negros atávicos y miedos que van más allá de lo que supuestamente dicta el sentido común. Por tanto, como ya les comenté en primavera, oigo, miro y veo lo mínimo y creo que tiene su efecto positivo, aunque por supuesto eso no elimina –ni mucho menos– esta inquietud en la que llevamos instalados más de medio año, un periodo de tiempo ya prolongado y que no sabemos cuánto más durará. Sí, al parecer ya nos hemos hecho a los horrores de la guerra y lo que antes ocupaba páginas y páginas ahora ocupa una o media y 2 minutos en lugar de 10, pero la amenaza de que el conflicto no vaya ni para un lado ni para otro o que vaya hacia situaciones que amenacen la seguridad europea o global de una manera clara sigue estando ahí y sería hipócrita negar que ese miedo, el de que nos estalle en nuestra más o menos apacible vida occidental, es un miedo que tenemos muchos y muchas, que desde el comienzo hemos asistido a esta guerra o invasión como la amenaza más latente y obvia para nuestra seguridad colectiva e incluso para nuestro futuro como especie desde la Segunda Guerra Mundial. Yo, por si acaso, continúo con mi dieta de nulo o escaso consumo, puesto que incluso sin llevarte a pensamientos tremendistas una cierta exposición a tanta miseria te acaba barriendo el ánimo. Un solo informativo televisivo me tragué este verano y creo que conté 17 noticias negativas o desagradables consecutivas durante casi 35 minutos. Y creo que la dinámica sigue parecida y no apunta a cambios a corto plazo. Hay que protegerse ante eso sí o sí.