En 1º de BUP suspendí Lengua para septiembre. Bueno, en realidad también suspendí bastantes asignaturas más, pero eso ahora no viene al caso. El profesor de Lengua, don Fernando Martín, a quien todos llamábamos el Trufi, era un tipo peculiar. Bata blanca y debajo la corbata. Calvo. Con patillas. Siempre nos hablaba con un micrófono dentro del aula para no tener que forzar la voz. Era, por encima de todo, una bellísima persona. Se le notaba a la legua y de eso nos aprovechábamos nosotros, adolescentes asilvestrados, para poner a prueba los límites de su paciencia, día tras día, sin llegar a rebasarlos jamás.

Bueno, el caso es que el curso terminó y, con todo merecimiento, dejé Lengua para septiembre. Además del examen, el Trufi me encargó que leyera un libro y preparase un trabajo sobre él. Fui a una librería con la idea de comprar la novela más corta que se hubiese publicado jamás y así dedicarle el menor tiempo posible a la asignatura, pero, en cuanto entré, me di de bruces con la portada de El Padrino y tuve un flechazo. Por entonces yo no sabía nada de El Padrino ni de Mario Puzo ni de las pelis de Coppola. Ignoro qué pasó por mi cabeza en aquel instante, pero, en contra de toda lógica, elegí un libro de más de quinientas páginas para trabajarlo durante el verano. Fue una de las mejores decisiones de mi vida, porque, a día de hoy, sigue siendo mi libro favorito; estoy seguro de que muchos de los profesores de Literatura que tuve en el colegio y en la universidad me querrían matar si me escuchasen proferir semejante afirmación, pero es así como lo siento.

Ahora mismo, mi hijo mayor tiene la edad que tenía yo por aquel entonces. El pasado junio terminó 3º de la ESO, el equivalente a mi 1º de BUP, y decidí dejarle mi viejo ejemplar de El Padrino, con la esperanza de que Don Corleone le hiciese una oferta que no pudiera rechazar y despertara en él la afición por la lectura, igual que hizo conmigo treinta años atrás. Léete este libro, Javier. Déjate de tanto móvil, tanto Tik Tok, tanto Fortnite y tanta mierda. Dedícale un rato cada día. Te va a gustar. Hazme caso, aunque solo sea por una vez en tu vida.

Este fin de semana me he enterado de que se ha muerto el Trufi y han regresado a mi mente todas las barrabasadas que hacíamos en sus clases, la infinita paciencia con la que nos trataba, su encomiable bondad y la fe inquebrantable con la que se esforzaba en transmitirnos parte de sus conocimientos, a pesar de que algunos de nosotros se lo poníamos bastante difícil.

He recordado también aquel suspenso de 1º de BUP y el libro de El Padrino. Y he ido al cuarto de mi hijo para ver si lo había terminado. Va por la página 322. Siete meses y poco más de la mitad. Yo lo devoré, no me duró ni una semana. Son otros tiempos, supongo. Dicen que a los chavales de hoy no les interesa la lectura. La enseñanza también ha cambiado mucho. Hay más distracciones. Demasiadas pantallas, dentro y fuera de los colegios.

De ninguna manera quisiera desmerecer la educación que están recibiendo mis hijos ni el esfuerzo que les dedican sus profesores. Sin embargo, cada vez valoro más la formación que recibí yo, hoy tan denostada. Qué hubiese sido de mí si no hubiese tenido la fortuna de caer en manos de profesores tan magníficos como el Trufi, el Txefus, el Chente, la Terete, el Ororbia, Ginés, el padre Charela, el Chus, don Gerardo, don Adolfo, el padre Antoñanzas o tantos y tantos otros. Qué bien lo hicieron y qué poco se lo agradecí en su momento. Muchos ya han fallecido, pero la huella que dejaron en nosotros perdurará mientras vivamos. No se me ocurre un logro mayor para alguien que dedica su vida a la enseñanza.

Buen viaje, querido profesor.

*El autor es exalumno de Jesuitas Pamplona