Pérdidas por la pandemia, aumento de los costes, falta de personal y un futuro sin visos de relevo. Es la tormenta perfecta que sufre el sector hostelero y que ha encontrado en la comunidad china su mejor paraguas. No perciben el trabajo como un castigo, son capaces de soportar largas jornadas de trabajo, se organizan entre miembros de la misma familia y no piden préstamo a los bancos porque se fían entre ellos. Saben divertirse pero su prioridad, como buenos inmigrantes, es ahorrar cuando se puede para poder disfrutar de la vida en el futuro. Los vecinos de Sarriguren nunca hubieran imaginado hace quince años que la mayoría de negocios de hostelería y comercio del barrio iban a quedar en manos de esas hormiguitas asiáticas sigilosas. Los que llegaron de Qingtian, una región del sur de China, se conocen y se defienden como una gran familia. Son imparables y tienen dinero que ofrecer cuando no maletines en mano. Han sabido aprovechar un momento de incertidumbre. Otros les esperan con las manos abiertas porque no encuentran camareros para trabajar de noche. Es el caso de Jin Lian Ye (Lucía), de 36 años, la nueva propietaria del bar Haran. Trabajan cinco personas y no cierran ningún día, de nueve a doce de la noche, los fines de semana hasta la una, y han clavado sus estupendos bocadillos. Muchos regentaron otros bares pagando altos alquileres y ahora quieren defender su negocio. Si, además, nuestros jóvenes no quieren trabajar en las obras, ni de camareros, ni de cajeros, ni siquiera en verano, pues es lo que hay. Algo tendremos que aprender de este lobby al que no se le caén los anillos por trabajar.