Preguntado por su nivel de euskera, Nico Williams, jugador del Athletic, con perdón, ha contestado magistralmente, como lo haría un honrado examinador: cero. Leo que su breve y sincera respuesta ha desatado la polémica –¿estaba atada?–, y yo en cambio me alegro no por la rotundidad del suspenso, sino porque por fin alguien dice una verdad sobre este asunto. El futbolista, al menos hasta que lo corrijan, no ha confesado, ni lamentado, ni admitido ni reconocido la carencia, es decir, que se ha limitado a manifestarla. Y, por supuesto, tampoco ha asegurado, prometido ni jurado, siempre en vano, que intentará remediarla. Ni se engaña ni nos engaña. ¿Por qué iba a hacerlo?

Esta sociedad, en general, desea la supervivencia del euskara. Hay que ser muy cafre para preferir la desaparición de una lengua y, además, maleducado si encima es la del convecino. Aclarado esto, no todos estamos obligados a sentir el mismo afán por aprenderla y hablarla, como prueba el hecho irrefutable de que la mayoría ni la aprende ni la habla. Yo, que la uso a diario, convivo con gente de nivel diez, cinco y cero, sí, también de nivel cero, y ese roscón no alberga ningún misterio. Corresponde a paisanos cuyos intereses y compromisos, tan legítimos como los míos, no incluyen el manejo de un idioma que en su entorno laboral y emocional no necesitan. Nico Williams es el frutero, el camarero, el informático y el músico. Nico Williams son varios amigos y es mi santa madre. Porque aquí el problema no son los ceros, tan propios como antiguos, sino el empeño en maquillarlos. En la calle y en el aula.