Aquel hombre de aspecto taciturno, expelía una mirada de ternura, de esas que se te engancha en los ojos y ya no te suelta. Estaría entre los 75 y los 80. Bien temprano se presentó en la ventanilla de la Hacienda Navarra. Buenos días : “yo soy de los torpes”, dijo, como si quisiera excusarse y pedir perdón, avergonzado por su analfabetismo digital.

La funcionaria de la ventanilla, a la que había llegado tras un tormentoso paseo por la página web oficial –resuelto con la ayuda de su nieta–, le dijo que debía obtener la clave o el pin. El hombre torpe se excusó ante esos palabros que no lograba comprender. Él solo quería pagar una deuda que, visto lo visto, exigía un suplicio informático. Aquella oficina había pedido el sentido común. Ya no se regía por lógica analógica, sino por la lógica algorítmica. En aquella sala de máquinas del poder recaudatorio, llena de hardwares y softwares, se desplegaba una violencia burocrática sin límites, esa que opera como un eficaz mecanismo a la hora de neutralizar las quejas o reclamaciones de todo tipo. Aunque aquella funcionaria amable se empeñara en compensar aquel desastre.

El hombre torpe insistía desconcertado que quería pagar. Pero le faltaba el pin de Hacienda; que es como si no tuvieras alma o identidad alguna, un hombre vacío. Un nadie con quien conectar.

Tras indicarle los pasos para superar aquel calvario tecnológico sobre el uso del DNI electrónico, la clave o el pin, la funcionaria amable le preguntó a qué se dedicaba. El hombre torpe había sido una eminencia con las manos. Toda su vida había trabajado la madera, la piedra y el hierro como se ejecutan los hechizos jamás recitados. Así que ahora miraba el futuro de reojo.

Entonces el hombre dijo algo que paralizó aquella sala de calderas del capital tecnológico: las manos son reconocibles siempre, el pin caduca. Y se fue sin pagar.