Si un periodista de The New York Times ha sido capaz de pasar un día en Manhattan sin interactuar con nada que contenga plástico, yo, que tengo toda la cadena de ADN navarra y vivo en Bilbao… No me retéis a hacer salto base desde la azotea de la Torre Iberdrola. Generamos casi 400 millones de toneladas métricas de residuos plásticos al año. La mitad la desechamos tras un sólo uso. Bestial. Vamos allá.

Nada más despertar voy a silenciar la alarma despertador del móvil tocando la pantalla pero ya no puedo. Entre otros materiales nocivos también por lo que implica su extracción, el móvil contiene plástico. Y la funda. Así que ese sonido selvático que me enamora nos traslada a un Amazonas idílico un buen rato. Esquivo el bote de gel y me ducho con jaboncillo de mano y champú en pastilla. Bien. Me envuelvo en una toalla de algodón rematada con un hilo que seguro que contiene fibras plásticas, mal, pero secarse al aire libre en enero es para estibadores y abuelas que se bañan en la Concha. No puedo abrir el tarro de crema hidratante ni el tubo de contorno de ojos, claro, así que me encamino a la cocina con la piel tirante como la de una pandereta. El asa de la cafetera también está prohibida. Cogeré uno de bar para llevar en vaso de cartón y me lo iré tirando encima por la calle, porque tampoco podré ponerle una tapa. Me visto eligiendo mucho la composición de las prendas pero fallando a mi reto. Aunque las etiquetas indiquen algodón 100% o lana a veces ocultan nylon, polyester y otras fibras. El elástico de la ropa interior, también. Pero como no tengo el valor de las activistas rusas ni de las abuelas donostiarras, me visto para salir a la calle. Digo adiós con la mano a las bolsas de basura que debería bajar. Tampoco cojo el ascensor porque no podría pulsar los botones, así que me lanzo escaleras abajo con las manos vacías. Me siento libre. Con ganas de cometer locuras. No queda una bici en el punto de anclaje. Tampoco podré subir al metro ni al tranvía, ya sabemos con qué está fabricada la tarjeta de transporte. Cruzo la ciudad caminando y feliz. Llego tarde, pero me encuentro inmersa en una misión especial, no pasa nada. Es más, ni entro a la oficina, no podré tocar el teclado, ni el móvil ni coger un boli. Así que… ¡hoy no trabajo! Efectivamente, no utilizar plástico es revolucionario.