El problema es hacer el bien mal. Sé de que no todo el mundo es malo, es más, la gran mayoría de la humanidad es buena, con conciencia y principios. Lo que pasa es que esto no cuenta ni se prodiga, ni nos permite ganar a la mala gente dedicada con ahínco a joderlo todo. El mundo, quiero decir.

La maldad está mal repartida, es como la riqueza: tenemos muchísima gente pobre y solamente unas pocas personas muy malas (o muy ricas, hay cierta equivalencia pero admito que haya algún rico bueno, en eso soy más benévolo que el evangelio con aquello del ojo de la aguja y el camello). Asumimos que el mundo no lo vamos a arreglar con el acuerdo de esa gente mala y rica, porque ellos van a lo suyo y lo están demostrando: no solamente poseen los sectores económicos más dañinos, los que más riesgo de catástrofe ecológica tienen y más pobreza causan, sino que se dedican a enriquecerse cada vez con más codicia como demuestran todos los índices económicos.

Y sabemos que no es solución el exterminarlos de un plumazo; convengamos en que lo correcto sería usar la poderosa fuerza de la gente de bien (la de verdad, no la que nombra algún líder) para cambiar el sistema.

Por ejemplo, estamos abrazando la transición ecológica, hemos ahorrado mientras nos subían las facturas, somos moderados ya que no hay remedio y nuestros sueldos suben menos que el beneficio de bancos y mercachifles. Hasta estaríamos de acuerdo con un decrecimiento dada la situación, pero todo lo que hacemos bien, va mal. Porque una vez más contra el ahorro viene el dispendio, ahora con la ubre europea que pagaremos pasado mañana, el negocio de siempre de quienes ya se forraban antes, ahora vestidos de salvadores verdes. Es el bien, pero mal. Y no va a ser fácil corregirlo antes de que estemos peor.