Pensar se está poniendo cuesta arriba. Aclararnos con el día a día. No sé si les pasa. Si se preguntan qué pasa en el feminismo fraccionado por haberse ensanchado. Qué pasa con la vieja clase obrera reconvertida en muchas clases obreras. O si la revolución ya no es una opción. Qué ocurre entre los adolescentes que intentan irse de este mundo, entre los jueces y fiscales fortificados a golpe de venganza y mala baba, entre los académicos pagados a doblón con tilde, qué le pasa a las leyes que de repente se han vuelto contra sí mismas, al pensamiento que debe pedir perdón cada dos por tres, a los cuerpos cansados, al diccionario que va perdiendo palabras, a la política binaria y disciplinaria, qué ocurre para que una banda de niños violen a una niña de once años o para que las mujeres sigan muriendo porque esos niños se hicieron mayores.

Me lo pregunto sin ganas, hasta con culpa. Como si el tiempo se hubiera salido del calendario. Y en esa escombrera se amontonan todas las vacilaciones. Entonces, no se me ocurre otra forma de salvación que echar mano de músicas, de películas y de lecturas que vuelvan los ánimos más plácidos. Para salir de la rueda del hámster.

Oigan “Cómo hacer crac” de Nacho Vegas o las canciones del Indio Solari, esas que disuelven en ácido la tristeza, o lean “La estación del pantano”, de Yuri Herrera, que escribe como si se hubiera liberado del diccionario. A Leila Guerriero que también escribe como quien abre una caja de herramientas. Lean “Dysphoria mundi”, un texto mutante de Paul B. Preciado y “Los olvidados” de Antonio Gómez, para saber de qué va hoy la lucha de clases real. A Rodrigo Fresán, un tipo que escribe “Melville” con la posesión de un desposeído . O los cuentos Dylan Thomas quien la palmó de delirium tremens tras otear el pecado y la salvación. Lean porque para encontrar algo hay que ir a su encuentro.