Hace 10 años fue en Lampedusa, en pleno Mediterráneo. Ahora, frente a las costas griegas, en el mar Jónico. Cientos de personas muertas en alta mar, abandonadas a su suerte sin que llegara ayuda oficial, mujeres y niños y niñas la mayoría atrapados en las bodegas de otro barco de la muerte. En esos 10 años entre un naufragio y otro, miles de otras catástrofes humanas que no han tenido siquiera la suerte de alcanzar un hueco en los medios informativos ni siquiera han llegado a ocupar un lugar en las estadísticas oficiales. Y otras miles y miles antes de Lampedusa. Se calcula que solo en esa década han fallecido cerca de 60.000 personas intentando llegar a Europa. Sé que estas letras son irrelevantes. El escándalo y la atención política y mediática durará unos pocos días mientras el mar va devolviendo cadáveres. Pero no las escribo tampoco para contentar a mi maltrecha conciencia de privilegiado europeo y occidental. Porque no es una asunto sólo de piedad humana o de solidaridad.

Es, sobre todo, una cuestión de indignación ante el drama cotidiano de la mayor fosa común del mundo. Miles de personas ahogadas en su intento de encontrar el sueño de una vida mejor. Y leo cómo se señala a los muertos como inmigrantes ilegales, y la indignación crece más. Sé que también inútilmente. No hay personas, son entes administrativos sin papeles, alégales o ilegales. Sobre todo, molestos. No es demagogia. Demagogia son las leyes que les arrojan al mar, las leyes que impiden prestarles ayudas, la frialdad de sus semejantes que miran para otro lado mientras se ahogan por miles. La vieja Europa, corrupta y avariciosa, servil y burocrática, que esconde bajo la sombra de grandes ideas como democracia, derechos humanos o civilización la más miserable falta de ética y humanismo. Tiempo de los falsos lamentos para intentar ocultar la infamia inhumana de los muros, alambradas y de tratar a otros seres humanos como mera mercancía de compra y vende. Hay causas y responsables. Las causas están claras: la voracidad económica que va destruyendo países y pueblos para explotar a sus seres humanos y sus recursos naturales y engrosar las arcas de una avaricia inagotable. Y los responsables también. Están cómodamente sentados en los sillones del poder económico, financiero y político, desde donde aprueban nuevas medidas y leyes y alimentan las mafias que condenan a muerte y a la miseria a millones de personas. Llueve sobre mojado, pero la vergüenza de las imágenes de personas ahogadas, hacinadas en campos, gaseadas y golpeadas en las fronteras o deportadas por la fuerza no es suficiente para mover una conciencia humanista conjunta. Al contrario, al compás de una política migratoria cada vez más cruel crecen los discursos extremistas de la ultraderecha contra las personas migrantres y se imponen los intereses económicos y geopolíticos de Occidente en esos países implantando allí inseguridad, violencia, explotación y pobreza. Por eso, para curarse de esa insensibilidad, es importante pensar un solo minuto en que cada uno de los miles de ahogados y desaparecidos en ese mar que separa la opulencia de la miseria tenía su vivienda, su familia, sus amigos, sus recuerdos, sus sueños, su vida vivida. Como nosotros y nosotras. Quién sabe si no antes que después seremos también protagonistas de esas tragedias. Será ya muy tarde.