El próximo año se cumplirán cuatro décadas desde que se identificó el virus de inmunodeficiencia humana (VIH) como causante de una nueva enfermedad detectada tres años antes y nominada como síndrome de inmunodeficiencia adquirida: sida. Lo que empezó siendo una condena a muerte segura ha conseguido ser acorralado por la investigación médica y farmacológica hasta prácticamente cronificar la epidemia. Los adelantos científicos han tenido la virtud de rescatar la calidad de vida de los contagiados, desarrollen o no la enfermedad. En ese pulso con la extensión de la epidemia, y hasta que se logró el arma definitiva para contenerla con los tratamientos antirretrovirales, la autoprotección fue el principal medio para combatirla y preservar su expansión. El día de hoy debe servir para poner en todo el mundo la atención no solo sobre una enfermedad que ha dejado al menos 40 millones de muertes y deteriorado la vida de decenas de millones de personas más, sino sobre el modo en que nuestros errores y aciertos se repiten y algunas pautas tienen que ver más con nuestra actitud y la deficiente gestión que con las características propias de la enfermedad.

Como hemos podido ver reproducido en el caso de la covid-19, también el sida ha sido un azote mucho mayor en países con peores sistemas de prevención y carencias en el tratamiento. En el caso del sida, con la estigmatización añadida que los primeros casos provocaron en comunidades concretas. Es preciso recordar hoy que 9 de cada 10 contagios siguen produciéndose en relaciones sexuales sin protección y que ya en 2020 se constató un número superior de contagios entre heterosexuales que entre homosexuales. Esto nos habla de la necesidad de reaprender las prácticas de autoprotección y no ceder a la laxitud del menor temor a la enfermedad por los avances en su tratamiento. La esperanza de vida de un seropositivo se ha acercado a la media pero aún sigue siendo, como mínimo y en función de las circunstancias, de 3 a 5 años menos que esta. Los objetivos de la Organización Mundial de la Salud para 2025 ya aspiraba a reducir los contagios anuales a no más de 370.000 en todo el mundo y, sin embargo, hoy se admite que difícilmente bajarán del millón. No se debe vivir con miedo pero no se puede sobrevivir sin la debida responsabilidad individual y colectiva.