Son los nuevos rebeldes, los llamados telefóbicos, tres millones de personas que no vieron la tele ni un minuto el pasado noviembre, según señala Barlovento, empresa encargada del escrutinio de las audiencias. La odian, como los agorafóbicos huimos de las multitudes. En realidad, la cifra de telefóbicos es más amplia, en dos niveles: los que apenas la ponen de Pascuas a Ramos y son unos 17 millones de ciudadanos; y aquellos que no la consumen jamás. ¿Quiénes forman esta tribu? ¿Son gente rara o, sencillamente, mentes libres?

No hay estudios en torno a su perfil ideológico, pues no existen audímetros para esta certeza que pone en jaque el poder de la tele. Conozco a más de uno. Son individuos sin tiempo ni ganas de sentarse ante el televisor angustiados en la supervivencia. Los hay que deciden administrar su ocio al margen de la rutina audiovisual. También quienes están hartos de ser cobayas del consumo y la frivolidad. Los escépticos de todo y los románticos de la utopía. Están las víctimas de realidades aumentadas. Quedan los solitarios y las monjas de clausura que, aburridas, ya no siguen la misa en Trece TV y pasan de las arengas de Vicente Vallés a lo Queipo de Llano.

Al otro lado, la mayoría gasta casi cuatro horas diarias en concursos, cine, informativos y estiércol, de vuelta en Telecinco con ¡De viernes! y Crónicas Marcianas. Entre los mayores la teleadicción llega a las ocho horas o más. Exhiben su impostura quienes afirman -por pedantería- ver poca tele, pero son sus más fieles seguidores. ¿Qué ocurriría si la abandonaran? Que muchas estrategias de negocio se derrumbarían y el control social perdería su mejor aliado, porque internet todavía no da para tanto como la tele. Por el momento los telefóbicos son solo una amenaza, auténticos antisistema.