Concluyó ayer en Madrid, Fitur, el gran festín del hedonismo turístico. Lo hizo batiendo récords y exhibiendo músculo. Tanto, que alguien dijo que: “imaginar el fin del crecimiento turístico infinito es tan difícil como imaginar el fin del capitalismo”. Vamos, que lo de menos era reflexionar sobre el modelo sino buscar la fórmula para seguir haciendo caja. O cuando menos para no morir de éxito.

Así que cómo te vas a plantar allí, ante consejeras, ministros y multinacionales del sector para cortarles ese rollito amable envuelto en la nueva retórica de la sostenibilidad, la desestacionalización, la redistribución de flujos, la diversificación de destinos y experiencias, el ecoturismo, o incluso el turismo inclusivo. No puedes, porque enfrente tienes a una máquina voraz de fabricar dinero: 156.000 millones de euros al año y 2.400.000 de puestos de trabajo, aunque la patronal hostelera quiera crear el mayor plan de pensiones de España. Solo en Navarra, el turismo representa el 5,4% del PIB y el 7,1% del empleo generando casi 20.000 puestos de trabajo.

Cuesta, claro, pero habrá que decir que esta industria ha conseguido desahuciar a millones de personas del derecho a la ciudad donde vive generando una crisis habitacional sin precedentes. Que esta mina sin fondo no crea suficiente valor añadido, que redistribuye mal la riqueza –Baleares tiene el 21,5% de su población en riesgo de pobreza–, que empatiza poco con el resto de la sociedad y que sus cifras son a costa del calentamiento global y de la absoluta degradación de ciudades, paisajes, ríos, mares, costas, montañas y hasta cielos contaminados. Por tanto, esto no va de buen o mal turismo, sino de distintos grados en la escala de la nocividad.

Y tampoco va de turismofobia, sino de poder articular un discurso político crítico con el modelo que no puede ser tachado de patológico ni inhabilitado por un diagnóstico clínico.