Primero está la injusticia y, acto seguido, está el espectáculo de la injusticia, ¿no es cierto, Lutxo? La historia del espectáculo de la injusticia y la historia de la especie humana (también denominada eufemísticamente Sapiens-sapiens), es la misma cosa. O sea, la misma historia. Estarás de acuerdo, supongo, viejo gnomo. No obstante, claro, hacer espectáculo de la injusticia es inevitable porque la injusticia es lo más evidente. No se esconde. Al contrario. La injusticia vibra y resplandece por doquier, toca sus campanillas sin parar, mueve los brazos, hace muecas: es una payasa muy exhibicionista. A veces, hasta insultantemente obscena. Tan imposible es no verla que verla tanto te aburre el alma. Ya estoy aburrido del espectáculo de la injusticia, se dice uno a sí mismo en abril. Pero también se lo decía en marzo. Y en febrero. Y el año pasado.

Esa es la cuestión Lutxo, le digo a Lucho: Que no para. La cuestión es que el espectáculo de la injusticia no para nunca. Siempre está ahí. Para que viendo cómo somos, no nos quede otro remedio que intentar ignorarlo. No obstante, dado que es la justicia la que se esconde, la importante es ella. O debería serlo, claro. Que lo que está pasando con el Consejo General del Poder Judicial pueda pasar (el hecho, sin más, de que semejante enroque sin fecha de caducidad se contemple, se tolere y se tenga que soportar) denota que ahí, al redactar el artículo en cuestión, se hizo algo mal y se firmó a sabiendas. Por la renuencia en el atasco, se diría que se exhibe con ostensible delectación un oscuro poder que hace apartar la cara con pena a quien lo ve. Y lo vemos todos. Unos más y otros menos, como siempre. Pero todos. Porque sencillamente no puede no verse. Es lo más visible que hay. Nos gustaría esconderla, claro. La injusticia, digo. Pero es imposible. La injusticia la ve todo el mundo. Ella posa encantada, al parecer.