Peio Otxandiano hizo una campaña excelente. Desde aquí mis dieces. Esquivó cualquier mensaje y lema que erosionara su aura de tipo moderado y abierto. Tanto el paseíllo que le ofrecieron sus vecinos el domingo por la mañana como el de sus fieles esa noche fueron un modelo de disciplina escénica: nada sobraba, chirriaba, incordiaba. Ni una pancarta insultante, bandera polémica, foto ofensiva, grito extemporáneo. Se atascó en la pregunta del millón, pero sólo decepcionó al iluso que esperaba otra respuesta.

Iniciativas como Korrika carecen de tal derecho a la excelencia. El mismo personal que juzga lógico y sensato evitar ciertas parafernalias y reivindicaciones para no enturbiar un objetivo privado desprecia ese detalle, ese deseo integrador, cuando se trata de alcanzar una meta pública. Así, en una carrera en principio transversal se impone la compañía publicitaria de asesinos y cómplices como una necesidad inexcusable, libérrima muestra de cariño popular con la que toca transigir. Sin embargo, en la carrera electoral esa imaginería apologética se convierte de pronto en invisible, controlable, aplazable, no vaya a molestar al votante indeciso. La promoción de un candidato particular exige lo que no merece la promoción de una lengua colectiva: un paisaje libre de distorsiones éticas. El euskaltzale indeciso, que se joda.

Así que mis dieces también a esos asesores en la sombra. A ellos los han obedecido, mientras que a otros paisanos nos llaman censores, pesados o aguafiestas por pedir exactamente lo mismo cuando no hay mitin: un poquito de por favor siquiera estético con las víctimas. Todo un ruego fascista.