A las 00.14 (hora de Moscú) del 26 de septiembre de 1983, el sistema de satélites de alerta temprana OKO, encargado de detectar el lanzamiento de misiles contra la Unión Soviética, informó del disparo de un misil balístico intercontinental con origen en la base estadounidense de Malmstrom (Montana). Tras la detección, se disponía de unos veinte minutos hasta impacto para organizar una respuesta nuclear total siguiendo la doctrina de destrucción mutua asegurada. El protocolo exigía informar de inmediato al mando nuclear estratégico y al politburó, quienes pondrían en marcha la represalia atómica a nivel global contra sus objetivos en Occidente. No ocurría el incidente en tiempos de calma entre las potencias: en mitad de una relación muy deteriorada desde 1979, la OTAN estaba organizando las maniobras militares de ensayo nuclear Able Archer 83 y sólo tres semanas antes los soviéticos habían derribado un avión de pasajeros surcoreano extraviado en su espacio aéreo. Pese a todo, el oficial de guardia en la estación OKO aquella noche, teniente coronel Stanislav Petrov, incumpliendo el protocolo, desestimó la lectura. Y desestimó también las cuatro siguientes, convencido de que se trataba de un error del sistema (tal como se demostró posteriormente) porque "nadie empieza una guerra nuclear con sólo cinco misiles". En estos tiempos en los que Putin juega con la amenaza nuclear, en los que las televisiones programan especiales sobre un posible conflicto atómico y en los que el presidente de los Estados Unidos habla de Armagedón nuclear, uno espera que en bases, bombarderos, centros de lanzamiento, submarinos y vehículos con capacidad de disparo nuclear... haya muchos Stanislav Petrov dispuestos a desobedecer las órdenes que consideren una locura; que aún queden hombres y mujeres dispuestos a enfrentar un consejo de guerra antes que a participar en el asesinato indiscriminado de cien millones de sus semejantes. Nos queda confiar en el factor humano.