Todos los días recibo la presión de las panaderas de mi barrio para que me haga eco de su situación laboral. No se quejan del trabajo ni del horario, ni siquiera de la empresa familiar para la que trabajan, se quejan de las condiciones de su convenio, que ni conocen quién y cuándo lo negocian, quién representa sus intereses y en qué medida conocen lo que hacen.

Su amabilidad y cercanía les permite conocer los gustos y el nombre de los clientes, y de algunos hasta sus circunstancias familiares. Saben qué tipo de pan quieren y cómo les gusta el café, la infusión o el colacao que les permita afrontar cada mañana.

Esta proximidad les convierte a veces en confidentes y, desde luego, en personas de confianza para encargarles algún mandado, aviso o recado para entregar o comunicar a otros parroquianos.

Forman parte de ese colectivo de trabajadoras dispersas en el que están otras como las empleadas en carnicerías, pescaderías, pastelerías, bares y, en general, en lo que se llama pequeño comercio y otras actividades que incluyen a plantillas pequeñas en muchos casos autónomas y empleadas de franquicias. Porque, en su gran mayoría, son mujeres.

En esa dispersión y pequeñez está su debilidad, pues no parecen interesantes para sindicatos que buscan tener el mayor número de delegados que les otorgue alta representatividad para causas y objetivos mayores y que en este tipo de empresas no es obligado tenerlos. Y la sensación de abandono y despreocupación sobre sus derechos forma parte de su situación laboral. Y como empresas, tampoco parecen interesantes para las corporaciones e instituciones gremiales.

Ciertamente, en muchos casos no se requiere una categoría ni una formación profesional que les exija un nivel formativo. Pero por su proximidad al ciudadano en una actividad que podría considerarse socialmente esencial, merecerían un reconocimiento y un apoyo a que sus condiciones laborales, de vacaciones, horarios, jornada, bajas, tratamiento de festivos..., sean equiparables a los trabajadores de las grandes empresas que sí disponen de representación sindical y convenios apropiados, renovados cada cierto tiempo.

Cuando hoy en día, desde la pandemia, se está destacando la importancia del comercio local, de la proximidad del productor al consumidor, el cuidado de las actividades artesanales y, en algunos casos, hasta la necesidad urbana de tener ocupados los locales porque hacen ciudad y más grata la vida social, deberíamos tener en cuenta que, en ellos, hay personas que protagonizan y sostienen lo que queremos proteger. Y que es imprescindible protegerlas a ellas para garantizar que se alcancen esos objetivos.

Es parecido al debate sobre la despoblación de grandes zonas y pueblos que se van quedando atrás de un desarrollo que mira más a los números que a las personas.

Quizás se considere que mejoramos la economía y que racionalizamos la prestación de servicios, pero está claro que empeoramos, y mucho, la ecología humana y urbana. Y se producen unas consecuencias de todo orden, en especial en el mantenimiento de los entornos rurales, los montes y, en general, el patrimonio natural.

Y después, como ocurre ahora, tendremos que idear medidas que, cuando se estaba a tiempo, no se adoptaron y ya no se sabe cómo corregir sus negativos efectos.