En ocasiones la vida da zarpazos que hacen añicos el alma. A menudo con el dolor ésta se autodestierra al valle de las amarguras, las dudas y las zozobras. Cuando el desconsuelo resulta desgarrador, nos cuestionamos todo, hasta la existencia.

Entonces debemos buscar algo a qué aferrarnos y recordar aquello que nos eleva el ánimo y que de no haber nacido no habríamos saboreado: gozar del amor, crear una familia y disfrutarla, festejar la amistad, estremecernos con una caricia, un roce no buscado, el placer de una buena tertulia, embebernos en una fructífera lectura, extasiarnos con la enigmática belleza del cosmos, observar la agreste naturaleza, cautivarnos con el indómito vigor de la tormenta, palpar el madrugador rocío que baña la hierba con su fresco manto cristalino, disfrutar de los atardeceres de arreboladas nubes, escuchar el melodioso trinar de las aves, embelesarnos con la lozanía de los cerezos en flor, sentir el estallido primaveral, tumbarnos sobre el césped a observar el trotar de las nubes, reparar en el rítmico soniquete de la lluvia, oler la tierra mojada, acariciar un campo de trigo maduro mecido por la brisa como rizado mar dorado, sobrecogernos ante la soledad del silente desierto, solazarnos con los verdirrojos campos de amapolas, contemplar en otoño la armoniosa y lánguida danza de las marchitas hojas alfombrar los prados de cálidos ocres…

Aunque a veces la vida es dolor, ¿merece la pena? Reflexionaba Albert Camus en El mito de Sísifo, que eso sería “responder a la pregunta fundamental de la filosofía”. Juzguen ustedes; pero creo que degustar plenamente de aquello que no se compra con dinero, logra que la existencia, a pesar de no entender su sentido y sus vaivenes, merezca la pena.