Liarla para nada, siempre ha sido una tontería. En cualquier ámbito de la vida. En política, también. Felipe de Borbón viaja a Bogotá al acto de toma de posesión del Gustavo Petro como nuevo presidente de Colombia, un momento histórico que lleva a la izquierda por primera vez al Gobierno en este país latinoamericano, y protagoniza la sandez de la jornada. Es el único mandatario internacional presente que permanece sentado mientras llega como parte simbólica del acto la espada de Simón Bolívar.

Una pose pueril e infantil –el niño enfurruñado porque no le gusta algo, supongo que el que Bolívar arrebató el patrimonio a sus inútiles antepasados borbones–, porque a la inmensa mayoría de la población de toda América Latina la familia Borbón se la trae al pairo. Pero también una posición institucionalmente impresentable si se tiene en cuenta que es mayoritaria la opinión crítica con la historia de la colonización de ese continente, sus sangrías militares y sus siglos de explotación de seres humanos y de los recursos naturales de todo Latinoamérica. Nada que no hayan hecho, incluso sigan haciendo, otros imperios colonizadores, es cierto, pero en este caso le toca la carga de la historia a la mochila al Estado español. Y aún así no veo a Isabel II protagonizando una patochada semejante.

Si la espada de Bolívar es un símbolo de libertad y Colombia lleva más dos siglos de independencia, quedarse sentado ejerciendo del nota de turno es un error institucional profundo, más aún cuando Felipe de Borbón estaba allí invitado en su papel de Jefe del Estado español no por su apellido familiar ni de vacaciones. Para protagonizar ese episodio entre triste, porque denota malestar e impotencia con los hechos históricos que representa la espada de Bolívar, y diplomáticamente desastroso, porque de nuevo la imagen de la prepotencia de la burda nostalgia colonizadora recorre los medios de comunicación latinoamericanos, se podía haber quedado en Mallorca haciendo nada. Más cuando hubiera tenido fácil evitarlo: si se levanta no pasa nada. Me hubiera evitado perpetrar esta columna.

Me aburre la familia Borbón, sus andanzas, sus meteduras de pata, sus salchuchos y delitos, sus amoríos y sus posados impostados. Ahora, las baterías del argumentario del periodismo cortesano, que es el mayoritario, se apresuran a restar importancia al hecho. Pero es importante, no tanto por la imagen que deja de sí mismo Felipe de Borbón, sino por la imagen que como Jefe del Estado traslada al conjunto de América Latina y al resto del concierto internacional.

Es una cuestión de saber estar en un papel de representación institucional. Más aún en un acto político en el que se rinde homenaje a un presidente elegido democráticamente en las urnas por sus ciudadanos y tu representación institucional allí viene delegada por el dedo del genocida Franco primero y la cuna de nacimiento familiar después. La diferencia es fácil de comprender. Quizá el problema de fondo sea más profundo. Felipe de Borbón no se conforma con el papel decorativo que le otorga la Constitución, tiene ideología propia y de vez en cuando la saca a pasear. El problema es que esa ideología parece escasa de esencias y valores democráticos. Más bien, y desgraciadamente, parece navegar por otros derroteros.