Al hilo del vergonzoso ninguneo a la voluntad del pueblo de Mañeru y de las proclamas sobre voluntad y libertad del uso del euskera en Navarra.

La diglosia es un fenómeno sociolingüístico que define las distintas situaciones de dos lenguas que conviven en una misma sociedad. Es habitual que exista más de una lengua en una comunidad, y que sus habitantes se manejen habitualmente en una, otra o ambas indistintamente. Cuando en un territorio determinado se utilizan habitualmente más de dos lenguas no hablamos de diglosia, sino de poliglosia.

A diferencia del bilingüismo, en el que los habitantes de un territorio son capaces de comunicarse o manejar dos idiomas indistintamente, en el caso de la diglosia una de las dos lenguas adquiere un carácter de preponderancia sobre la otra, por prestigio social u oficialidad, mientras que la otra lengua queda restringida al uso familiar o personal, dándose además la circunstancia de que los hablantes de esta última normalmente sí suelen ser bilingües, es decir son capaces de comunicarse también en el idioma oficial o predominante, mientras que el resto son perfectamente monolingües sin que ello limite su capacidad de comunicarse.

Navarra en este asunto es, también, un caso especial. Así, mientras al sur del Pirineo solamente el castellano disfruta de plena oficialidad en todo el territorio y los vascohablantes (todos perfectamente bilingües) se ven obligados a utilizar el castellano para no menoscabar los derechos lingüísticos de esa mayoría monolingüe, al norte de la cordillera la proporción se invierte y en este caso una mayoría de población bilingüe es obligada a utilizar otro idioma (el francés en este caso) para que los otros monolingües puedan comunicarse con ellos.

Queda pues suficientemente claro que Navarra es un territorio con tres lenguas propias: euskera, castellano y francés. Todas de uso habitual, incluso simultáneo en amplias zonas próximas a la muga entre estados y a ambos lados de la misma.

Así pues, podemos definir la situación lingüística de Navarra como de una diglosia asimétrica, en donde dependiendo del territorio se dan situaciones típicas de diglosia. Dándose además la circunstancia de que en cualquier caso la lengua minoritaria es la misma en ambos, independientemente de si sus hablantes son mayoría o no y a pesar (o posiblemente a causa) del carácter perfectamente bilingüe de los hablantes de la misma.

Para otro día dejaremos la mención a la cuarta lengua de Navarra: el romance navarro, idioma precastellano (que no protocastellano), un idioma evolucionado directamente del latín y, al igual que el gascón, con fuertes influencias del euskera. El romance navarro hoy ha desaparecido de nuestras calles pero sigue fosilizado en el vocabulario habitual de los valles del sureste de Navarra. En él están redactados la mayoría de los documentos oficiales e históricos del Reyno. Es (era) primo hermano de la fabla aragonesa, que a duras penas sobrevive en algunos valles aragoneses vecinos del Roncal.

LA TRAMPA DE LA LIBERTAD LINGÜÍSTICA

Entre los muchos marcos mentales tramposos que habitualmente envuelven la situación lingüística de una sociedad diglósica como la nuestra se encuentra el de la libertad lingüística. Se disfraza de libertad el derecho individual de cada ciudadano a negarse a aprender y a usar ningún otro idioma que no sea el suyo, lo cual sería incluso aceptable si no llevase aparejada una serie de obviedades interesadas de las que raramente se habla:

¿Tienen los vascoparlantes ese mismo derecho? Porque si la respuesta es no ya no estamos hablando de un derecho sino de un privilegio: del privilegio de los monolingües para obligar al resto a conocer y usar el único idioma que ellos dominan.

Ese derecho de los monolingües… ¿incluye el de excluir que en su presencia se utilice otro idioma que no sea el suyo?. Algo que, conscientemente o no, ocurre constantemente.

¿El lingüístico es un derecho subjetivo? O dependiendo del porcentaje de hablantes deja de existir.

Y si lo es: ¿dónde quedan esos derechos lingüísticos en las zonas no vascófonas, en las que guste o no viven bastantes vascoparlantes?

¿Dónde queda el derecho de otros monolingües a superar esa situación y aspirar, ellos y sus hijos, al bilingüismo si lo desean?

Detrás de esa máscara de libertad se esconde casi siempre la comodidad de un privilegio: el de negarse a permitir que la sociedad en su conjunto avance hacia la normalización lingüística. Con la excusa de que “ya tenemos un idioma que todos conocemos” se limita el uso del euskera en espacios públicos y oficiales, para luego además vocear “que el vascuence lo hablan cuatro gatos”. Utilizando una y otra vez el viejo truco de mezclar el uso con el conocimiento, el conocimiento con la posibilidad de uso y todos ellos con el mayoritario apoyo social a la recuperación del euskera ¿Cabe mayor desfachatez?

Por si todo esto fuera poco estas actitudes pasivas, cuando no hostiles, hacia el progreso del bilingüismo acarrean un grave peligro de fractura social. El riesgo de guetización, impuesta o voluntaria de comunidades lingüísticas, minoritarias en determinadas poblaciones o autoimpuestas por los que siendo bilingües optan por negarse a hablar otro idioma que no sea el suyo como reacción ante la imposición del idioma prevalente.

Los ciudadanos tienen perfecto derecho a elegir su estatus monolingüe o plurilingüe en cualquiera de sus modalidades, eso nadie lo niega. Es la sociedad la que debe aceptar con normalidad su carácter bilingüe y los poderes públicos los que deben promover y garantizar ese ecosistema lingüístico en donde todos puedan nadar en libertad.

Solamente así se superará esta historia interminable de miedos, agravios, rencores y mentiras sobre un problema que en los países más avanzados ya no lo es desde hace décadas.

El autor es miembro de Geroa Sozialberdeak