Sabes muy bien, amigo José Mari Esparza, que en mi artículo sobre el supuesto socialismo vasquista de Julia Álvarez no cuestionaba tu tesis de la “vindicación del socialismo vasquista” del PSOE que precedió al PSN capitalista”. Me limité a llamar la atención sobre el párrafo donde establecías la causa de esa traición que considerabas perpetrada por “unos delincuentes sin alma, que odian sobre todo aquello que les recuerde sus traiciones”. Pensaba que por tratarse de “vasquismo político”, las causas tenían que tener, por lógica, una urdimbre política y no psiquiátrica.

Y, por supuesto, dejé de lado la figura del médico C. Salinas Jaca, al que, por cierto, los “nacionalistas de verdad” de Alsasua llamaban maqueto por su origen aragonés, y que tú reivindicas, ponderando en él ese carácter de socialista vasquista. Tú sabrás.

Y dejé de lado a los socialistas navarros anteriores a 1981 que no comulgaban con ese socialismo vasquista, porque, entonces, el debate sería tan estéril como agotador. “Estos sí, aquellos no”. El eterno retorno convertido en aporía.

Me limité, y supongo que con mucha menor afanosidad que la que tú exhibiste a la hora de escarbar el humus vasco de Mañeru –¡es que, joer, sólo te faltó ir al Eoceno para buscar esas raíces vascas ancestrales!–, me limité, digo, a exponer lo que conocía, que Julia Álvarez nunca fue socialista vasquista. Y no lo fue, ni cuando fue socialista a secas, ni cuando fue comunista, ni cuando fue diputada, ni gobernadora de Ciudad Real, ni en su exilio mexicamo. Ni lo fue en términos políticos, ni, por supuesto, tejiendo lauburus de lana, que no fue el caso.

Y, ahora, en tu artículo recuerdas como argumento definitivo de tu tesis la carta de Julia remitida a Manuel de Irujo donde decía: “Tenemos una empresa común en Navarra, que es el Estatuto Vasco. Hay que incorporar a Navarra a todo trance. Voy a ir allí, a hacérselo ver”. Perfecto. Sólo que convendría poner fecha a la misiva: 22 de abril 1936. A dos meses de ganar las elecciones generales el Frente Popular.

Sugiero con ello que antes de esa fecha será difícil, cuando no imposible, hallar una muestra de ese socialismo vasquista –político, valga la redundancia– en actitudes, palabras y mítines de Julia Álvarez referidas a ese Estatuto. También, sería necesario recordar que la promesa de Julia a Manuel Irujo, nunca cumplida por motivos obvios, la recibieron los nacionalistas vascos tanto por parte de los comunistas como del azañista y de convicciones estatutistas, Sr. Ansó.

La cuestión en este caso estaría en dilucidar las intenciones de esos circunstanciales y oportunistas apoyos de las izquierdas –particularmente de los socialistas–, a las tesis autonomistas vascas. Estando de por medio el ovetense Indalecio Prieto lo más prudente sería calificarlas de buenas intenciones y admitir que sólo eran fruto de una manera artera de maniobrar en estos asuntos.

Por lo que escribieron sobre este asunto algunos historiadores, es sabido que se trató de una medida estratégica de los socialistas tendente a acercar a los nacionalistas vascos al régimen republicano, impidiéndoles de ese modo que estos volvieran a liarla parda uniéndose con las derechas de la CEDA, de Gil Robles, y con los carcamales foralistas de Navarra con la camarilla de Rodezno y seguidores.

La unidad buscada entre socialistas y nacionalistas tenía una “finalidad instrumental”, utilitarista y pragmática, posibilista, muy acorde con quien la incubó, el político Prieto, del que decía Largo Caballero que “nunca había sido socialista”, pues el mismo sostenía que era “socialista, a fuer de ser liberal”, o sea, cero patatero.

El propósito oficial de los socialistas era que ese Estatuto formara parte del programa electoral del Frente Popular Vasco, como en Navarra, pero no porque buscase una unidad o aproximación política entre izquierdas y nacionalistas. Tal intento era un imposible, pues la relación entre las izquierdas y los nacionalistas ha sido casi siempre más que un oxímoron, un imposible.

El fin verdadero era hacerse con el timón y la dirección política en materia de autonomía. E Irujo, como tampoco era tonto, se percató de la jugada, es decir, “del cálculo político de estas izquierdas”, y no dudó por su parte sacar tajada de esta situación en beneficio de la familia nacionalista. Pues, como zorro viejo, sabía que nada hay como las ambiciones de poder de los partidos como para entrar a negociar con ellos y obtener alguna migaja. Semejante tejemaneje lo vemos una y otra vez reflejado hoy mismo entre el gobierno de Madrid y ciertas fuerzas nacionalistas de Navarra.

Sabido es que este planteamiento de estrategias y de tácticas se trocaron en julio con el golpe de Estado. Por si fuera poco y manifiesto, en septiembre, en las cortes republicanas reunidas en Valencia, Prieto se opuso abiertamente a Aguirre y a Irujo en su pretensión de modificar el dictamen parlamentario sobre el Estatuto para que Navarra quedase incorporada a la autonomía vasca. Por lo que, finalmente, Prieto desveló la carta oculta con la que siempre había jugado esta partida.

Así que, la verdad, no tengo ni idea de si Julia Álvarez en esas fechas, octubre de 1936, discutió, aceptó o rechazó el planteamiento prietista o siguió con las mismas ganas de venir a Navarra a hacérselo ver a sus correligionarios, es decir, hacerles ver que si “Navarra no entraba en la empresa común”, defendida por la izquierda, caería irremediablemente en brazos del fascismo.

Dicho lo cual, me pregunto si tal medida de unidad estratégica conllevaba la reivindicación del llamado socialismo vasquista. No lo sé, pero, al menos, amigo José Mari, deja que lo ponga en la percha de la duda.