A qué estamos dispuestos a renunciar para lograr pasar de un momento de violencia a un contexto de paz es una pregunta razonable que se ha planteado en muchos lugares y en muchas épocas. Ante la necesidad de cerrar heridas no es fácil acertar. 

El olvido, que a menudo se equipara con el  deseo de normalidad, es una idea que socialmente tiene aceptación. Considerar que remover el pasado es negativo resulta común en nuestras sociedades. Por eso, precisamente, el modelo de transición española tuvo tanto éxito sociológico: en buena medida se defendió la idea de que la reconciliación se podía culminar sin bucear en las heridas. 

Tras la muerte de Franco, la tensión entre reconciliación-convivencia y justicia-verdad marcó el debate político. Al final se decidió que la reconciliación estaba por encima de la justicia. La Ley de Amnistía consolidó la idea de que el olvido, aunque sea parcial, es necesario para superar la violencia. Así las cosas, se impuso la idea del pasar página cuanto antes como base para la armonía social. El olvido tuvo prestigio, se elevó a actitud generalizada y la absolución abarcó todo tipo de delitos. Pero, tal y como afirmó Elie Wiesel, “el silencio estimula al verdugo, no al que sufre”. 

Uno de los peores efectos que dejó aquel modelo de transición en la gestión de la memoria fue que instaló la idea fuerza en la opinión pública española de que el olvido es un costo asumible, si a cambio los avances son sustanciales. El precio de la Transición fueron las víctimas del franquismo, de la violencia política, de la de ETA o de grupos ultras que nunca fueron tenidas en cuenta ni protagonizaron el debate político. 

Uno de los grandes problemas morales del modelo español de transición y de amnistía es que igualó a víctimas y victimarios, y equiparó también a personas que habían cometido graves crímenes con personas que estaban en la cárcel por repartir propaganda. 

Ello dejó desprotegidas también a las víctimas del terrorismo: no solo excarceló a personas con delitos de sangre, sino que además hizo que se archivaran investigaciones policiales en marcha en torno a atentados gravísimos, como el que ETA perpetró contra la cafetería Rolando. Ocurrió en 1974 y fueron asesinadas trece personas. A los autores materiales dejaron de buscarlos. El entramado de colaboradores quedó en libertad. 

Se suele decir que la verdad es un derecho, pero en realidad la verdad es una cualidad de la convivencia. En nuestro país la verdad la han tenido que construir las asociaciones que han defendido los derechos de las víctimas o las propias víctimas con sus recuerdos.

Al amparo de la Ley de Amnistía, la sensación de impunidad por los crímenes cometidos durante la dictadura se ha extendido. Ningún crimen del franquismo ha sido juzgado, muchos de los asesinatos cometidos por grupos ultras o funcionarios policiales tampoco han sido investigados y más de 65 asesinatos cometidos por ETA quedaron impunes gracias a esta norma. 

La reconstrucción de los hechos, ya sea jurídica o histórica, hace que las víctimas obtengan respuestas o se planteen preguntas que las persiguen durante toda la vida. En este sentido, a la verdad jurídica y la verdad histórica se suman la verdad del testimonio, un instrumento que no solo completa el relato de lo que ocurrió, sino que además tiene un poder reparador fuerte. Por eso, reconocer oficialmente también implica dar veracidad a los testimonios.

En un homenaje al socialista Fernando Buesa, asesinado por ETA en el año 2000, su hija Sara apuntaba a los perpetradores y se hacía las preguntas sin respuestas que probablemente se hayan formulado muchas víctimas: ¿Quiénes asesinaron? ¿Dónde están? ¿Qué hacen? ¿Tienen una vida normal? Para muchas víctimas el consuelo de la verdad, a veces, es más importante que el castigo judicial, una lección que también aprendimos en la batalla de la memoria histórica. Porque la verdad no sólo repara y reconcilia, la verdad que se convierte en un hecho social también salva a la víctima de cualquier sensación de culpabilidad. Fijar lo sucedido suele facilitar un juicio moral al pasado. Y esos 370 crímenes de ETA sin resolver son el recordatorio de que la herida de la violencia supura, todavía, por esa parte oscura en la que se ubica la falta de verdad.

En esta era del testimonio necesitamos construir una cultura de la memoria que nos ayude a cerrar las heridas del terrorismo de la mejor manera, sin atajos, sin correr, sin dejar tareas pendientes, sin caer en la tentación de la compensación de daños, sin poner en marcha un relato para neutralizar otro, sin caer en la trampa de la teoría del empate, sin que se imponga un relativismo inmoral, sin caer en la sensación ficticia de que una vez que ETA dejó de matar el terrorismo y sus consecuencias ya están superadas.

Por eso hay que tener en cuenta eso que dice Reyes Mate “las víctimas no pueden ser el precio del progreso”.

Autor del libro ‘ETA: la memoria de los detalles’