Los seres humanos somos la especie con la intencional habilidad de intervención capaz de modificar el orden de lo natural. Lo hacemos tanto cuantitativa como cualitativamente. Y a esto se ha dado en denominar principio antrópico. Este principio a veces oculta, sin embargo, un riesgo antropocéntrico al erigirnos como lugar común de lo que acontece, cuando, en todo caso, debiera ser de lo que nos acontece, y siempre mediada la medida en que se pueda demostrar nuestra activa participación y responsabilidad. Al parecer, a estas alturas del devenir humano, hemos llegado a la conclusión, también, de que ciertas alteraciones climáticas, por poner un ejemplo, se deben al modelo de explotación y consumo establecido sobre las bases de un teórico generalizado bienestar basado en mecanismos y patrones netamente mentalistas como es el del mercado regulado por el dinero, puesto que naturalmente, en su primigenio estado, nada de lo anterior puede encontrarse como tal. No existe el librecambismo bacteriológico, vegetal ni animal. Aunque sí puede haber un entorno relacional que facilite su colaborativa existencia.

Surgidos, en todo caso, de la incompletitud (en la Antropología filosófica de Arnold Gehlen que no en vano subtitula, Del encuentro y descubrimiento del hombre por sí mismo, recogiendo la definición dada por Herder del hombre como “ser carencial”), somos asimismo el fruto tardío de un lento aprendizaje. Y al decir de la psicología evolutiva, en esto continuando con la labor de Darwin, también los últimos en llegar a eso que consciente, unas veces, e inconscientemente, las más, llamamos inteligencia, aunque no se sepa muy bien a qué nos estamos refiriendo al usar dicho término.

De esto nos habla Hofstadter intentando conciliar inconmensurables números con omnímodas deidades a través de lo que él denomina el símbolo del yo que nos constituye. (Símbolo debe ser entendido en este autor, “al interior del cráneo […] una estructura física excitable mediante la cual el cerebro implementa una categoría o un concepto dados. […] Los símbolos en un cerebro son los entes neurológicos asociados a los conceptos” –nos dirá). Él lo explica, siendo generados a partir de analogías con las cuales construye ficticios relatos en paralelo con hipótesis científicas, condimentado todo ello por episódicos momentos vividos, autobiográficos. Conjuga así números enteros y experiencias, quantia y qualia. A sabiendas de que la parte referida a la última abarca elementos tan dispares como “la noción del yo, la sensación de orgullo, escuchar música y ver un color”, al menos en la acepción dada por los neurocientíficos V.S. Ramachandran y Colin Blakemore. Y una de las cuestiones que más me ha impactado de su lectura es la referida a la toma en consideración de la bicefalia, por denominarla de alguna forma, al interior de nuestros dos hemisferios que gracias al milagro de la comunicación configuran un solo cerebro. Y el hecho de que esa misma unidad se pueda dar al exterior dentro del mundo de relaciones afectivas, como fuera en la experiencia de su desgraciadamente truncado matrimonio, debido a la fulminante enfermedad que acabara con la vida de su esposa, Carol, así como en la mantenida relación con su antecesora y descendiente progenie.

Las asociaciones que se plantean en su lectura llegan a darme la sensación de un intento desesperado por conciliar las bondades tradicionales del recuerdo, como sucedáneo de la inmortalidad, y el intento de artificiosa permanencia tras la muerte, resucitación, en que consiste un cierto síndrome Frankenstein. Concluyendo, finalmente, con un explícito reconocimiento de no haber podido evitar la recaída en tradicionales planteamientos intuitivos habiéndose reiteradamente declarado ser más partidario de lo contraintuitivo y mecánicocuántico.

Y descifrando –tal vez no entendiendo– lo que este afamado autor nos quiere transmitir, me vino al presente una vieja lectura que en su día impactara mi mente: aquella del pensador (de qualias) y banquero (de quantias), Jacques Rueff, en Visión quántica del Universo (cuyo título en francés, muy en línea con el planteamiento de Hosfstadter, era muy otro: Les dieux et les rois). En ella, nada más comenzar el autor traslada el valor de la cercana noción del quanta –descrita como unidades discretas–,constatando el cómo “resulta una curiosa paradoja el descubrimiento, en la sustancia íntima de la materia, de la existencia de individualidades, tales como las partículas fundamentales, átomos, moléculas, células vivas..., cuando hubiera tenido que imponerse a nuestra atención en los terrenos en que, siendo el individuo a nuestra escala, era inmediatamente observable, es decir, en zoología, botánica, economía política y sociología humana”.

Un intento de analógica traslación de las renovadas leyes que rigen la ciencia, en la innovadora observación y experimentación humana, a la lógica de todo análisis societario fundamentada, en este caso, sobre el individualismo; reafirmándose, dicho autor, en que “en nuestro universo, no hay ninguna realidad que, observada en una escala adecuada, no aparezca como un conjunto de individuos asociados”. Cuestión compartida también, supongo, por su acérrimo adversario en el tipo de soluciones macroeconómicas propuestas que fuera John Maynard Keynes, aunque bajo la matización que hiciera el último de que el hecho colectivo no consista en ser una mera suma de individuos. Lo que venía suponiendo el que, frente a esta crítica del británico, el francés defendiera una microscópica, ondulatoria visión corpuscular fuera del alcance de la perceptiva macroscópica con la que Hofstadter califica la naturaleza de lo humano.

*El autor es escritor