“Estar expropiado de toda identidad, para apropiarse de la pertenencia misma”

Giorgio Agamben

Con el concepto de resignificación referimos la acción de otorgar un sentido diferente al pasado a partir de una nueva comprensión en el presente, o dar un nuevo sentido al presente tras una interpretación distinta del pasado. Así es fácil de apreciar cómo en la coyuntura presente, la acción globalizadora excluye cada vez a más personas dejándolas fuera de los beneficios que genera, por el mero hecho de que no pueden participar en esa compraventa que implica no ser competitivos ni tener poder adquisitivo. El auge del individualismo nos hace vivir en la precariedad y la incertidumbre de manera creciente, lo que desemboca en un incremento de los riesgos generadores de una sensación de inseguridad, sobre y ante todo en el ámbito social; sabiendo que todos los países, grupos sociales, comunidades e individuos no se ven afectados de la misma manera por esta incertidumbre y sus efectos. La pobreza a nivel global lejos de desaparecer afecta a cada vez más personas.

En nuestro caso, en Navarra, la pobreza, sin duda, existe, pero los pobres seguimos siendo un colectivo minorizado y, por tanto, políticamente irrelevantes; pues los que politiquean: burócratas, funcionarios, la aristocracia obrera, etcétera, tienen el riñón cubierto y ninguna intención de exponerlo a la intemperie. A ellos se suman los que, eso sí con un discurso científico aspiran a pertenecer a este selecto y privilegiado club. Lo social, paradójicamente, parece ser una preocupación más de ricos que un problema denunciado por los pobres, no siendo precisamente la solidaridad aquello que les motiva y mueve. Pero estos, los ricos, no las tienen todas consigo, no están tan seguros de que su sistema coercitivo, tanto público como privado, pueda mantener indefinidamente a raya el aumento de una delincuencia y de una criminalidad difusas, tanto más difíciles de neutralizar cuanto que sus manifestaciones son a menudo imprevisibles.

Cuando ya no haya nada que reivindicar ni que negociar, y se haya perdido toda esperanza de que la situación mejore, ineludiblemente habrá de surgir una violencia gratuita como aquélla única posesión al alcance del desposeído. Despojados, hasta el punto de ser privados de ideales y de objetivos políticos, se pierde la confianza entre las personas como así también la confianza en los organismos creados con el propósito de defender y cuidar a las personas, se pierde la confianza en los gobiernos y sus organismos, en definitiva, quedando ya poco o nada por perder. Es, entonces, cuando la coexistencia pacífica entre ricos y pobres toca a su fin; al pobre no le queda nada más que desestabilizar el orden establecido con actos que, por lo general, históricamente han sido destructivos en muchos de sus momentos y acciones: motines, sabotajes, vandalismo, agresiones, atentados… Lo que hace que un abstencionismo creciente en las elecciones así como el voto antinatura deba ser proyectivamente estudiado formando parte de un comportamiento sintomático de esta enfermedad. Acción encargada preventivamente a todas las logias puestas al servicio de lo político y de lo social.

Las poblaciones sin recursos, atrapadas en el centro de las ciudades o en su periferia, dado el proceso de gentrificación de su espacio de residencia y el confinamiento forzoso utilizado por el tortuoso procedimiento del palo y la zanahoria, son invitadas a convivir pacíficamente en lo que no es sino otra modalidad del moderno gueto, para que las capas acomodadas puedan vivir su confort en intimidad, sin sentir la amenaza de ese los-de-fuera clasista y xenófobo. Las así denominadas “clases acomodadas”, aunque ya no tienen por qué temer la violencia que pueda venir de la tradicional lucha de clases, tienen más de un motivo para temblar ante la potencial, errática, violencia de los desclasados. Las guerras, los desastres ecológicos, las pandemias, traen violencia, enfermedades, expulsiones forzosas, hambre y miseria afectando cada vez a mayores capas de población en muchos lugares del mundo. Pero somos todos los que nos encaminamos al precipicio, y cada vez son más los que ya lo pueblan. Son, no obstante, “momentos de peligro” (Benjamin), pero también pueden ser, como se ha visto en muchos desastres, oportunidades que permitan a personas, colectivos y comunidades invocar un pasado olvidado convirtiéndolo en una fuerza de emancipación. La solidaridad nacida tras el huracán Katrina y las inundaciones en Libia, hicieron despertar a unas gentes que como en Libia se habían estado matando entre si hasta entonces.

Algo parecido sucedió en los años 50 y 60 del siglo pasado con quienes emigraron del campo a extrarradios de ciudades como Iruña. En aquellos barrios emergentes convivieron personas que incluso unos años antes habían participada en los dos bandos enfrentados de una guerra civil: republicanos y franquistas, católicos integristas y anticlericales. Había, como en la actualidad, personas migrantes y de la autoctonía. También había identidades diferenciadas como las de navarros y andaluces, viéndose forzados a trabajar colectivamente con el objetivo básico de gestionar sus necesidades más elementales. Tanto unos como los otros no necesitaron de “ideas políticas”, aparcando aquello que los dividía, ideologías e identidades, construyendo comunitariamente las primeras viviendas, estructuras e infraestructuras necesarias para el nuevo modo de vida. La propia vida se desarrollaba en común. Crearon un movimiento igualitario, unitario, asambleario, independiente de los ilegalizados partidos y sindicatos, y unas relaciones basadas en amistosos lazos de solidaridad. El mundo relacional comunitario de las sociedades rurales de procedencia, operaban como una suerte de argamasa del sentido común del que surgiera la conciencia comunitaria de esos barrios periféricos que todos aún hoy tenemos en mente, demostrando, fehacientemente, el que la comunidad nunca nace en nombre de una idea, sino de la interdependencia entre personas y del entrelazamiento de sus maneras de existencia.

Es con las prácticas de ensamblaje como podemos ayudar a deshacer la violencia de la relación social unívocamente incrustada en la identidad. La experiencia de tantos barrios y pueblos de Madrid, Catalunya, Euskadi, en la propia capital navarra de aquellos años, así como lo acaecido recientemente en Nueva Orleans y en Libia consigue hacer revivir la experiencia comunitaria reinventando nuevamente la comunidad. Por el contrario, para el capital el individualismo imperante es su mejor arma, la nuestra la vida y lucha en comunidad.

Firman este artículo: Sales Santos Vera, coautor de ‘Comunidades sin Estado en la Montaña Vasca’; y Julio Urdin Elizaga, autor de ‘Encuesta Etnográfica de la Villa de Uharte’