La política se ha convertido en una actividad cainita. La imagen que proyecta su función está muy desprestigiada. Los casos de corrupción no contribuyen a que la sociedad perciba el verdadero valor de la política. Mal diagnóstico, pues, al tratarse de la organización de la convivencia y del bien común.

No siempre ha sido así. Los políticos de la Grecia clásica, responsables primarios del modelo democrático actual, reconocían la fuerza de la virtud para sostenerlo, aunque entendida con las limitaciones de aquél entonces. El valor de la areté (virtud) es lo que priorizaban aquellos griegos. Aristóteles consideraba que el bien del individuo es el mismo que el de la ciudad. Una idea así es muy chocante en una sociedad individualista como la nuestra, pero no por eso deja de ser verdad y muy necesario.

Cuando la virtud queda relegada como conducta, la ambición de poder y la codicia se apoderan de todo lo demás. El servicio público pierde valor y las reglas de juego democráticas parecen un estorbo; lo peor de todo es la actitud resignada como si esta es la única posibilidad de hacer política, judicatura incluida si nos dejamos de hipocresías. Ya lo dijo el jurista Montesquieu: Los malos ejemplos son más dañinos que los crímenes.

Ha costado mucho asentar la democracia como un proyecto colectivo que a todos corresponde defender. Sobre todo cuando modelos como el de Trump o Milei logran ganar con millones de votos. Es posible que hayamos llegado a este estatus de deshumanización de la política porque no han funcionado los cortafuegos legales ni la separación de poderes. La política se ha convertido en una actividad en la que todo el mundo está enfadado, se insulta y se critica para desprestigiar al otro sin valorar nada de lo que otros hacen, incluso rechazando iniciativas positivas por el mero hecho de que las presentan otros, y se aprovecha cualquier cosa para hacer ataques a la persona, y no a sus ideas o acciones.

La política, así entendida, espanta a mucha gente válida y honesta mientras los mediocres ven una posibilidad magnífica de promocionarse. A los excelentes, ya no les compensa exponerse a aguantar tanta presión, especialmente la tergiversación contumaz de lo que han dicho. Semejante desprestigio de la política, no provoca medidas que eviten o castiguen la falta de respeto y las mentiras y corruptelas, más allá de la manida comisión de investigación que suele terminar en nada: hoy por ti, mañana por mí. Merece la pena parafrasear la célebre frase de Gabriela Mistral: la humanidad política es todavía algo que hay que humanizar.

El desafío de humanizar la política pasa por actuar convencidos de que la acción humana es lo que configura el espacio público. El bien de la sociedad se basa fundamentalmente en los esfuerzos éticos de los hombres y las mujeres que lo sostienen. Que la ética no es un asunto meramente privado, si queremos que las estructuras de poder político no sean más importantes que el control sobre las mismas y sobre quienes tienen responsabilidad en ellas.

Cuando parece que ciertos poderes sobredimensionados escapan a todo control, conviene bajar hasta las raíces. El instinto de poder y la necesidad de ejercerlo se encuentran en nuestro código genético. Pero el poder político es cosa de todos, es legítimo y necesario, como es el posterior control. Los elevados índices de abstención indican una indiferencia inoperante que beneficia a quienes causan el escepticismo y cabreo de quienes ya no creen en esta política. Precisamente por eso, siempre animo a votar.

La pena es que pagan justos por pecadores, y los buenos políticos suelen sufrir la desvalorización general a rebufo del descrédito de todo el contexto político. Olvidamos lo que significa ministro: servidor, nada menos. Existen muchos ejemplos de políticos que dignifican la política. Íñigo Urkullu es uno de ellos, cuya trayectoria muestra que él es de los que construye y cohesiona. Capaz de aprovechar el clima de confianza que propicia, ejerce un liderazgo de servicio comprometido. Su estrategia de consensos ha cohesionado la gobernabilidad trabajando la tolerancia y el respeto a la diversidad, sin descuidar el impulso inversor en políticas solidarias. Es un ejemplo de humanización de la política, a pesar de las dificultades y de los especialistas en la deconstrucción de lo que funciona para el bien común.

Al final, ¿es la política o son los políticos el problema? El camino pasa por que valoremos a quienes tienen éxito en su desempeño dignificando la política, que es el lugar donde se dirimen nuestros derechos fundamentales y la convivencia.