El arte pocas veces es inocente. La belleza de las pirámides de Guiza esconde la exaltación del rey-dios del antiguo Egipto y el trabajo forzado a que fueron sometidas las poblaciones de pirámides. Cualquier portada románica puede leerse como una legitimación de la jerarquía social establecida por Dios, por tanto inamovible, y como inculcación del miedo para llamar a la obediencia. Los pasos procesionales del Barroco español apelan a la resignación ante el sufrimiento humano, a través de un proceso de identificación con el dolor del Crucificado o de la Dolorosa. La gracia y la dulzura de las pinturas de género de Murillo sirven para justificar la idea de que, como argumentaba Domingo de Soto, por ejemplo, Dios quiere que haya pobres y que sean visibles, entre otras cosas, para que los ricos puedan practicar la caridad cristiana. El Arco de Tito o el Monasterio de El Escorial conmemoran hechos bélicos: la toma de Jerusalén por ese emperador romano y la Batalla de San Quintín. Ya sabemos a quiénes exaltaban el EUR de Roma y el Campo Zeppelin de Nuremberg.

Pero la iniquidad que esconden estas obras no nos da derecho a destruirlas. Primero, por el posible (ya se sabe, sobre gustos...) goce estético que pueden proporcionar, goce que debe hacerse compatible con el disgusto ético que podemos experimentar al comprender su contenido. Segundo, porque estas obras nos permiten reflexionar sobre lo que somos, sobre nuestra civilización, sobre la propaganda del poder, sobre los efectos que ha causado en la mentalidad de los receptores. Esa reflexión es, precisamente, la que permite convertir la intención perversa de la obra de arte en una ocasión para la libertad. Si nos cuesta tanto entender esto es quizá porque nadie, ni el guía turístico ni el profesor, nos han enseñado a cuestionar, a poner en crisis, la posición del emisor, del comitente de la obra de arte.

No quiero entrar a valorar las virtudes estéticas del antiguo monumento a los Caídos de Pamplona: ya se sabe, sobre gustos... Sí puedo hacer una valoración ética: fue construido para exaltar un golpe de Estado que provocó una guerra civil, miles de víctimas, asesinatos, dolor, una dictadura cruel... Pero todo eso no nos da derecho a derruirlo. Primero, por su significado: es un emblema muy plástico de lo que hemos sido. ¿Por qué olvidar el apoyo que tuvo el golpe de Estado en Navarra?, ¿por qué camuflar a los voluntarios carlistas?, ¿por qué ocultar el recibimiento que tuvo el dictador en 1952, el día de la inauguración del monumento? Segundo, para dar sentido y continuidad a su resignificación. Ya existen guías didácticas para los alumnos que abordan el conjunto monumental en su contexto con la necesaria distancia. La violación de un espacio sagrado que supuso la catártica performance del artista Abel Azcona, Des- enterrados (2016), protagonizada por familiares de fusilados por el franquismo, sólo podía tener sentido en la plaza Conde de Rodezno (todavía se llamaba así) y delante del monumento. ¿Cómo explicaríamos a las nuevas generaciones por qué esa plaza hoy se llama plaza de la Libertad? Esas generaciones tienen que entender que, de la misma manera que el emisor de una obra de arte muchas veces no es inocente, que la libertad siempre ha emergido de la opresión.

Monumento a los Caídos y plaza de la Libertad forman parte del mismo relato: no podemos borrar ninguno de sus párrafos; deben seguir conservando su relación dialéctica. El antiguo monumento a los Caídos, resignificado como símbolo de un pasado superado que no se puede repetir, como la victoria sobre la victoria, no humilla ni a las víctimas ni a sus descendientes; al contrario, da sentido a lo que son.

El autor es descendiente de asesinados por el franquismo. Doctor en Historia