Hace unos días se supo que José Diego Yllanes, autor de la brutal muerte de Nagore Laffage en los Sanfermines de 2008, solicitó que Google retirara las noticias relacionadas con su crimen invocando su derecho al olvido. La Audiencia Nacional desestimó la petición y Asun Casasola, madre de Nagore, argumentó en una entrevista que él “no tiene derecho al olvido, pero yo sí tengo derecho a la memoria histórica”.

Los asesinos suelen querer que se borren las pruebas de sus delitos. Así consiguen ocultar sus crímenes amparándose en la desinformación y en el paso del tiempo, que todo lo difumina. Y también, como a José Diego Yllanes, les encanta que su imagen y su honorabilidad queden inmaculadas y sin tacha alguna. Pelillos a la mar.

Es justo lo que pasa con el infame monumento a los Caídos de Pamplona / Iruñea. Los asesinos y quienes los defienden no quieren saber nada de las pruebas de sus crímenes. Por eso derribaron la antigua cárcel, eliminaron los muros del fuerte de Ezkaba que hablaban de su pasado carcelario, no quieren que se identifiquen los lugares que utilizaron como centros de detención (como Escolapios, Salesianos, Plaza de Toros, convento de la Merced...), se niegan a resolver sus asesinatos, no quieren que se difundan públicamente los nombres de los criminales y, desde luego, están en contra de las exhumaciones de sus víctimas porque aportan las pruebas necesarias para saber que no desaparecieron de este mundo por arte de birlibirloque, sino que fueron asesinadas y en qué circunstancias.

Sin embargo, les encanta que su honorabilidad sea reconocida públicamente. Por eso levantaron el monumento y por eso no quieren derribarlo. Porque piensan que erigir en su honor un edificio de tales características en el mismo centro de la ciudad no puede sino elevarlos al máximo reconocimiento social. Saben perfectamente que la desinformación juega a su favor y que el paso del tiempo y la ignorancia hace que la mayoría de ciudadanos y turistas piensen que la mera existencia de tal edificio monumental únicamente puede obedecer a razones de la mayor honorabilidad.

Para saber qué ocurrió necesitamos información y la conservación exquisita de los lugares de memoria, que son aquellos en los que se vulneraron gravemente los derechos humanos y que hay que cuidar y mantener con diligencia y con respeto porque guardan la evidencia de lo que allí sucedió. Su mera existencia es testimonio vivo y presente del horror. A nadie en su sano juicio se le ocurriría demoler los campos de exterminio nazis, porque son la demostración palpable de la deshumanización absoluta.

Pero también tenemos derecho a que no se enaltezca el crimen y el terror a través de placas, monumentos, nombres de calles, etcétera, porque todos esos elementos glorifican la barbarie y celebran un incomprensible homenaje a quienes la ejercieron. Y es importante dejar claro que estos no son lugares de memoria que demanden cuidado y mantenimiento: son espacios que se diseñaron exclusivamente para humillar, para amedrentar, para despreciar, para denigrar, para ofender, para insultar. No son lugares de memoria, son lugares de humillación, y mantenerlos significa perpetuar la humillación para la que fueron erigidos. Las dos leyes de memoria histórica estatales promulgadas hasta ahora han contemplado tímidamente su retirada –sometiéndola a su presunta y prescindible artisticidad–, pero aún y todo hay ciertos lugares que ofrecen una resistencia tenaz a ser democratizados: el Monumento a los Caídos de Pamplona /Iruñea y el Valle de los Caídos y el Arco de la Victoria en Madrid. Justamente la ciudad en la que se diseñó el golpe de Estado de 1936 y la capital del Estado que fue el objetivo prioritario de los golpistas desde el primer momento.

Se suele decir que no hay que destruir ni hacer desaparecer nada que hable de los hechos históricos porque la historia no se puede borrar y porque así tendremos una idea clara de lo que pasó. Nada más lejos de la realidad. Es evidente que la historia no se puede borrar, pero el conocimiento justo de lo que sucedió no depende en absoluto del mantenimiento eterno de monumentos, placas o instituciones obsoletas. Es más, si dicho mantenimiento se hace sin observar un cuidado extremo por los hechos históricos, corremos el grave riesgo de desconocer qué pasó realmente y de abonar el terreno para su repetición. La sociedad ha evolucionado a lo largo de la historia hacia el objetivo de que los hechos que se consideran reprobables sean interrumpidos, sancionados, castigados y apartados a través de diversos métodos correctivos, precisamente para asegurar una convivencia en paz y armonía. No sería razonable mantener los campos de exterminio nazis funcionando a pleno rendimiento para que pudiéramos comprender con exactitud el significado de su existencia.

No, retirar placas, escudos y cualquier simbología de enaltecimiento del horror –incluidos grandes monumentos– no hace que comprendamos peor la historia. Al contrario. La historia se comprende implementando un sistema educativo que se ocupe correctamente de ofrecer la información adecuada y con unas instituciones democráticas que garanticen que la ciudadanía acceda a información veraz y contextualizada. Sin embargo, la presencia tóxica de simbología criminal descontextualizada sí que abona el terreno para el desconocimiento y la banalización del pasado. Hay que saber distinguir entre justicia e iconoclastia.

En un sistema verdaderamente justo y democrático no se erigen monumentos a asesinos, a pederastas o a violadores. Y si en algún momento histórico un régimen dictatorial lo hizo, una sociedad plenamente democrática debe ser capaz de corregir tal desatino y de retirarlos, para garantizar una convivencia pacífica y libre de agresiones y humillaciones hacia cualquiera de sus ciudadanos.

José Diego Yllanes no merece un monumento. Los asesinos del 36 tampoco. Pero ambos merecen que sus crímenes sean recordados y conocidos por sus víctimas y por toda la sociedad, a la que decidieron enfrentarse. Como Asun Casasola, tenemos derecho a la memoria histórica, que no es otra cosa que procurar la verdad, la justicia y la reparación, por si alguien no se ha enterado. Y ese monumento es en realidad un monumento al olvido, al silencio y a la impunidad.

Proponemos incorporar Derribar como nueva voz en el necesario Diccionario de la Lengua Antifascista, cuya primera acepción es “Arruinar, demoler, echar a tierra muros o edificios nazifascistas, nacionalcatólicos, franquistas y requetés”.

Los sinónimos de esta esperanzadora voz no son otros que “Soñar, respirar, crecer, cuidar, reparar, restituir, querer, atender, curar, devolver, regresar, vivir”. A por ellos.

Ateneo Basilio Lacort