Carlos, Aitziber, Carmen, Julia, Ana y María –las seis identidades son falsas– vivían tranquilos en la Rochapea hasta que hace cuatro años se empezó a vender droga en su portal, situado en la calle Monasterio Viejo de San Pedro. “El día a día es un infierno”, sentencia Carlos.

En las últimas semanas, tras la implicación del Ayuntamiento de Pamplona, la situación ha mejorado, aunque el relato sigue siendo sobrecogedor: ruidos a altas horas de la madrugada, jeringuillas tiradas en las escaleras, consumidores durmiendo en los rellanos, timbres rociados con aceite, el ascensor lleno de orina, heces y vómitos y hasta paquetes de heroína que caen desde los balcones.

Estos seis vecinos, gracias al apoyo del colectivo Rtx Auzolan, han decidido luchar y relatar sus experiencias en este reportaje: “No nos rendimos. Queremos salvar nuestros pisos y recuperar las vidas que nos están jorobando”, aseguran las voces contra el narcopiso. 

Los vecinos se ríen cuando se les pregunta qué tal duermen. Cada madrugada, los consumidores, muchos de ellos con el síndrome de abstinencia, se acercan a la calle Monasterio Viejo de San Pedro y abren la puerta del portal a patadas.

El timbre del piso donde se vende droga no funciona porque sus amigos le pusieron una pipa y lo quemaron”, afirma Aitziber.

Aitziber vive en un primero y oye las patadas al portal “a las doce, a la una, a las dos, a las tres, a las cuatro y a las cinco de la mañana. Te pegas unos sustos de la leche y así es muy complicado dormir”, relata.

Las noches son de grandes sobresaltos porque el edificio vibra cuando empujan la puerta. Nos han salido hasta grietas”, alerta Carlos.

Si no consiguen derribar el portal, los drogodependientes timbran a todos los vecinos sin parar. “Me llaman a todas horas y no duermo. Me han amargado la vida”, lamenta Julia.

Ana también se pasa las madrugadas en vela porque los timbrazos provocan que su perro ladre de continuo. “Al pobre me lo han dejado cardíaco. Me duermo a las seis y media de la mañana, cuando me tengo que ir a trabajar. Nos están jodiendo la vida. No podemos más” insiste. 

Incluso los consumidores se equivocan de timbre y piden a los vecinos “una dosis de 20, 40 o 50 euros” por el telefonillo. “Me ponen de los nervios. Desde mi cocina también les veo preparar la droga. Se la fuman en tubos. Es un desmadre”, indica Carmen, que vive puerta con puerta con el narcopiso.

Tras innumerables timbrazos, los consumidores acceden al interior del portal. “Hay tanto trajín por los pasillos que da miedo. No paran de subir y de bajar”, señala Aitziber. “Vivimos con mucha inseguridad porque viene gente que no sabemos quién es a altas horas de la madrugada”, subraya Carlos.

Al día siguiente, los vecinos descubren una escena desoladora: personas desconocidas durmiendo en el portal, jeringuillas tiradas en las escaleras y el ascensor con vómitos, heces y orina.

Mi hija pilló a una persona meando mientras todo el chorro caía por el ascensor. ¿Cuánto más tenemos que aguantar esta situación? ¡No se puede vivir así, mecagüen la leche!”, exclama Julia. “Me pongo negra cuando encuentro charcos enormes de pis. Es una guarrada y huele fatal”, critica Carmen. 

Los vecinos también se quejan de que los consumidores escriben, rallan y hasta rompen los cristales del ascensor. “Los sinvergüenzas lo manchan constantemente. La puerta está negra. Muchas veces le echo un chorrón de KH7”, indica Carmen.

El ascensor, “que tiembla de todo el jaleo que lleva”, y la puerta del portal deben repararse, pero los vecinos están hartos de arreglar elementos comunes que al poco tiempo se vuelven a averiar. “No pongo ni euro más para que estas personas destrocen el portal y el ascensor”, sentencia María.

Además, denuncian que los traficantes no pagan la cuota de la comunidad y tienen una deuda que asciende hasta los 3.000 euros.

Amenazas

Los residentes de la calle Monasterio Viejo de San Pedro relatan “amenazas” por parte de los traficantes.

Por ejemplo, uno de ellos intentó golpear a Ana con un palo en el estómago mientras tendía ropa en el balcón. “No me dio porque se quedó clavado en mi toldo”, recuerda.

El traficante había perdido las llaves de casa y timbraba constantemente a Ana –vive enfrente suya– para saltar desde su balcón y acceder a su vivienda. “Nunca le abría la puerta y se enfadó”, indica. 

María contacta con la Policía Municipal cuando hay tanto ruido que no puede dormir. Un día tocaron su timbre, abrió la puerta y se topó con uno de quienes venden droga en el portal.

“Me dijo que si llamaba otra vez a la policía me estrangulaba y rompía la cabeza. Que me mataba en cuanto me viera en la calle”, confiesa. Cuando el traficante se marchó, María acudió a la comisaría y denunció las amenazas. “Ya no podía aguantar”, apunta. 

Todas estas situaciones provocan que los vecinos vivan con “inquietud, inseguridad, preocupación, estrés, ansiedad, nervios, miedo, temor y falta de sueño”, enumera Aitziber.

Como consecuencia, María cada vez que sale de casa mira a ambos lados del rellano “para ver quién hay y quién deja de haber. Cuando salgo del ascensor también giró la cabeza porque me he cruzado con hombres de muy mal carácter”, expresa.

Julia nunca había dormido con la puerta cerrada con llave y se ha puesto dos pestillos. “Uno arriba y otro abajo”, concreta. Y Carmen ha cambiado la cerradura porque un día le intentaron abrir la puerta. “¡Estoy negra!”, clama.

El narcopiso también afecta a las relaciones con amigos y familiares. Desde que se vende droga, los vecinos celebran menos actos sociales en sus casas porque “siempre estamos en tensión”, asegura Carmen.

Por ejemplo, Carlos invitaba a gente a cenar y en la actualidad se lo plantea porque “mis amigos saben qué está pasando en el portal”, señala.

En la misma línea, María organizaba comidas familiares y cumpleaños en su casa porque “había un ambiente de maravilla” y ahora su nieta prefiere quedar en otro lugar porque “le da miedo cruzarse con gente comprando droga”, explica.

Las nietas de Julia, de 15 y 17 años, tampoco se “atreven” a venir solas y llaman a su abuela para que les espere dentro del portal. 

No se mueven de casa

Con todos estos problemas, algunos inquilinos han tirado la toalla y se han marchado. Carlos, Aitziber, Carmen, Julia, Ana y María resisten firmes, a pesar de que sus familiares les piden que se replanteen su decisión.

El hijo de María se compró un piso en la Rochapea y les propuso a sus padres que se mudaran allí y que él viviría en Monasterio Viejo de San Pedro. “Quería que estuviéramos más tranquilos, pero le dije que no porque esta es mi casa de toda la vida”, defiende.

María y su marido se quedan a pesar de que Esteban padece problemas del corazón y los médicos le desaconsejan vivir situaciones estresantes . “Se pasa el día con los tapones puestos y yo, aunque escuche mucho ruido, mantengo la compostura porque no le puedo poner nervioso”, detalla. 

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Las hijas de Carmen también aconsejan a su madre que venda el piso. “Si fuera más joven, me iría al pueblo porque es una desgracia lo que nos está tocando vivir. Pero, ¿me tengo que ir de mi casa por que unos traficantes vendan droga? Que se vayan ellos. Este es mi piso. He vivido aquí toda mi vida”, reflexiona.

Y el marido de Julia, ya fallecido, le decía una y otra vez que se fueran a vivir al pueblo. “Estaría como una reina, pero no me da la gana irme porque hace 50 años vine a vivir aquí, formé mi familia e hice mis amigos. No me voy a rendir porque ellos me quieran amargar la vida”, finaliza Julia.