Asistimos a un genocidio por parte de un Estado engarzado a Occidente, y a gran parte de la política y la sociedad le resbala. Este doble espanto pone patas arriba nuestro cuadro europeo de valores desde hace un trimestre. No es cierto que la matanza sistemática de Israel, que a bombazo sucio ha asesinado ya a miles de niños y niñas, nos resulte insoportable. Pedro Sánchez ha subrayado ese adjetivo al menos en tres ocasiones (el 1, el 4 y el 24 de diciembre). Calificativo tan necesario e higiénico que parece salvar los muebles de nuestra conciencia, cuando un día sí y otro también se topa con los cadáveres de una infancia atormentada en Gaza. Pero pasadas ya las Navidades, época por excelencia de los buenos deseos, el discurso del presidente del Gobierno español apenas consigue reconfortar, porque el efecto de arrastre de sus palabras ha sido casi nulo, y en el fondo soportamos sin mayores zozobras las tropelías perpetradas por Israel con bendición estadounidense.

Tal vez sea una impresión excesivamente pesimista, pero lo que parece predominar en el Estado y en Europa es una combinación de indiferencia, parsimonia y sumisión, cuando no un ambiente comprensivo de buena parte de la opinión pública y de la estructura política. Ello dibuja un gigantesco fracaso, el de una cultura inconsistente y falsaria sobre los derechos humanos, subordinada al cálculo y al freno activado por el hecho de que quien ahora los vulnera es Israel, con un terrorismo de Estado salvaje.

Como si el mal fuese un virus mutante, que se transmite de generación en generación, la perversión del nazismo sigue provocando toneladas de sufrimiento hoy día. El terriblemente maltratado pueblo de Israel ha pasado a estar representado por terribles maltratadores impunes, que matan a lomos de una confusa culpa histórica que pretende expiar el Holocausto dando la luz verde a un exterminio. Ello nos emponzoña en un gigantesco doble rasero ante la barbarie. El contraste de esta complacencia con la ola de contestación que produjo la invasión de Rusia en 2022, habla muy claro de nuestras vergüenzas. Rasgarse las vestiduras en función de quién comete tropelías es de una enorme hipocresía, que carcome hasta los cimientos de los valores democráticos que se dicen defender. Más debería indignar, apesadumbrar o inquietar que los derechos humanos los vulnere cualquier país que se percibe amigo, próximo o aliado.

Estamos ante una cuestión de humanidad, política y prepolítica. No por lo visto para Felipe VI, que en su discurso de Nochebuena no incluyó ni una línea al respecto, en otro indicio de la decantación de su negociado. Bien es verdad que fuera de los sectores militantes en la cuestión palestina, ONGs y otras honrosas excepciones, la estampa en el conjunto del Estado es de letargo. Ni el progresismo es un clamor, ni la derecha se da por aludida. La carnicería a lo sumo incomoda según se alarga y engorda, pero poco más. Por más que se abjure de Hamás, un sector de la sociedad asiste impertérrito al incremento sostenido del número de asesinados en Gaza, el 70% mujeres y niños. Asesinatos a conciencia.

Apoltronarse ante este suplicio, a la espera de que Israel termine de arrasar Gaza y de machacar a la población superviviente, y seguir mirando para otro lado no solo es una disfución ética, es también un completo dislate. Pensar que un hundimiento de tal calibre no nos concierne resulta absurdo y falto de toda empatía. A esta ceguera le sucederá la amnesia, de sobra conocida, porque vienen elecciones en la UE y en Estados Unidos, terreno propicio para los espejismos y el espectáculo. Pero el mundo ya es otro, por más que nos cremos su ombligo. Ha sido la Sudáfrica del antiguo apartheid la que ha denunciado a Israel en la Corte Internacional de Justicia. No ha sido la Unión Europea. En la antigua civilización cristiana somos capaces de conmemorar a los inocentes de Herodes de hace 2.000 años y ni pestañear ante las andanzas de un criminal como Netanyahu.